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los abismos del océano. Se llegó incluso a reproducir las noticias de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristó-teles y de Plinio que admitían la existencia de tales mons-truos, los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, las rela-ciones de Paul Heggede y los informes de Harrington, cuya buena fe no puede ser puesta en duda al afirmar haber visto, hallándose a bordo del Castillan, en 1857, la enorme ser-piente que hasta entonces no había frecuentado otros mares que los del antiguo Constitutionnel. Todo esto dio origen a la interminable polémica entre los crédulos y los incrédulos, en las sociedades y en las publica-ciones científicas. La «cuestión del monstruo» inflamó los ánimos. Los periodistas imbuidos de espíritu científico, en lucha con los que profesan el ingenio, vertieron oleadas de tinta durante la memorable campaña; algunos llegaron in-cluso a verter dos o tres gotas de sangre, al pasar, en su ardor, de la serpiente de mar a las más ofensivas personalizaciones. Durante seis meses la guerra prosiguió con lances diver-sos. A los artículos de fondo del Instituto Geográfico del Brasil, de la Academia Real de Ciencias de Berlín, de la Aso-ciación Británica, del Instituto Smithsoniano de Washing-ton, a los debates del The Indian Archipelago, del Cosmos del abate Moigno y del Mittheilungen de Petermann, y a las cró-nicas científicas de las grandes publicaciones de Francia y otros países replicaba la prensa vulgar con alardes de un in-genio inagotable. Sus inspirados redactores, parodiando una frase de Linneo que citaban los adversarios del mons-truo, mantuvieron, en efecto, que «la naturaleza no engen-dra tontos», y conjuraron a sus contemporáneos a no infligir un mentís a la naturaleza y, consecuentemente, a rechazar la existencia de los Kraken, de las serpientes de mar, de las «Moby Dick» y otras lucubraciones de marineros deliran-tes. Por último, en un artículo de un temido periódico satí-rico, el más popular de sus redactores, haciendo acopio de todos los elementos, se precipitó, como Hipólito, contra el monstruo, le asestó un golpe definitivo y acabó con él en me-dio de una carcajada universal. El ingenio había vencido a la ciencia. La cuestión parecía ya enterrada durante los primeros meses del año de 1867, sin aparentes posibilidades de resu-citar, cuando nuevos hechos llegaron al conocimiento del público. Hechos que revelaron que no se trataba ya de un problema científico por resolver, sino de un peligro serio, real, a evitar. La cuestión adquirió así un muy diferente as-pecto. El monstruo volvió a erigirse en islote, roca, escollo, pero un escollo fugaz, indeterminable, inaprehensible. El 5 de marzo de 1867, el Moravian, de la Montreal Ocean Company, navegando durante la noche a 270 30' de latitud y 720 15' de longitud, chocó por estribor con una roca no se-ñalada por ningún mapa en esos parajes. Impulsado por la fuerza combinada de viento y de sus cuatrocientos caballos de vapor, el buque navegaba a la velocidad de trece nudos. Abierto por el choque, es indudable que de no ser por la gran calidad de su casco, el Moravian se habría ido a pique con los doscientos treinta y siete pasajeros que había embarcado en Canadá. El accidente había ocurrido hacia las cinco de la mañana, cuando comenzaba a despuntar el día. Los oficiales de guar-dia se precipitaron hacia popa y escrutaron el mar con la mayor atención, sin ver otra cosa que un fuerte remolino a unos tres cables de distancia del barco,