¡Cuán larga fue aquella jornada, la última que debía pasar a bordo del Nautilus! Permanecí
solo. Ned Land y Conseil evitaban hablarme por temor a traicionarse.
Cené a las seis, sin apetito, pero me forcé a comer, ven-ciendo la repugnancia, para no
encontrarme débil. A las seis y media entró Ned Land en mi camarote, y me dijo:
No nos veremos ya hasta el momento de partir. A las diez, todavía no habrá salido la
luna. Aprovecharemos la os-curidad. Venga usted al bote, donde le esperaremos Conseil y
yo.
El canadiense salió sin darme tiempo a responderle.
Quise verificar el rumbo del Nautílus y me dirigí al salón. Llevábamos rumbo
Norte Nordeste, a una tremenda veloci-dad y a cincuenta metros de profundidad.
Lancé una última mirada a todas las maravillas de la na-turaleza y del arte acumuladas en
aquel museo, a la colec-ción sin rival destinada a perecer un día en el fondo del mar con
quien la había formado. Quise fijarla en mi memoria, en una impresión suprema. Permanecí
así una hora, pasando revista, bajo los efluvios del techo luminoso, a los tesoros
resplandecientes en sus vitrinas. Luego volví a mi camarote, y me revestí con el traje
marino. Reuní mis notas y guardé cuidadosamente los preciosos papeles. Me latía con
fuerza el corazón, sin que me fuera posible contener sus pulsaciones. Ciertamente, mi
agitación, mi perturbación me hubieran traicionado a los ojos del capitán Nemo. ¿Qué
estaría ha-ciendo él en ese momento? Escuché a la puerta de su cama-rote y oí sus pasos.
Estaba allí. No se había acostado. A cada movimiento, me parecía que iba a surgir ante mí y
pregun-tarme por qué quería huir. Sentía un temor incesante refor-zado por mi imagi