Regresé a mi camarote, donde Ned y Conseil permane-cían todavía en silencio. Sentía un
horror invencible hacia el capitán Nemo. Por mucho que le hubieran hecho sufrir los
hombres no tenía el derecho de castigar así. Me había hecho si no cómplice, sí, al menos,
testigo de su venganza. Eso era ya demasiado.
La luz eléctrica reapareció a las once y volví al salón, que estaba vacío. La consulta de los
diversos instrumentos me informó de que el Nautilus huía al Norte a una velocidad de
veinticinco millas por hora, alternativamente en superficie o a treinta pies de profundidad.
Consultada la carta, vi que pa-sábamos por el canal de la Mancha y que nuestro rumbo nos
llevaba hacia los mares boreales con una extraordinaria ve-locidad.
Apenas pude ver al paso unos escualos de larga nariz, los escualos martillo; las lijas, que
frecuentan esas aguas; las grandes águilas de mar; nubes de hipocampo 2