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venganza. ¿No habría atacado a algún navío aquella noche, en medio del océano Índico, cuando nos encerró en la celda? ¿Aquel hombre enterrado en el cementerio de cora no habría sido víctima del choque provocado por el Nauti-lus? Sí, lo repito, así debía ser. Eso desvelaba una parte de la misteriosa existencia del capitán Nemo. Y aunque su identi-dad no fuera conocida, las naciones, coaligadas contra él perseguían no ya a un ser quimérico, sino a un hombre que las odiaba implacablemente. En un momento, entreví ese pasado formidable, y me di cuenta de que en vez de encon-trar amigos en ese navío que se acercaba no podríamos sino hallar enemigos sin piedad. Los obuses se multiplicaban en torno nuestro. Algunos, tras golpear la superficie líquida, se alejaban por rebotes a distancias considerables. Pero ninguno alcanzó al Nautilus. El buque acorazado no estaba ya más que a tres millas. Pese al violento cañoneo, el capitán Nemo no había apareci-do en la plataforma. Y, sin embargo, cualquiera de esos obu-ses cónicos que hubiera golpeado al casco del Nautilus le hu-biera sido fatal. Señor -me dijo entonces el canadiense , debemos inten-tarlo todo para salir de este mal paso. Hagámosles señales. ¡Mil diantres! Tal vez entiendan que somos gente honrada. Y diciendo esto, Ned Land sacó su pañuelo para agitarlo en el aire. Pero apenas lo había desplegado cuando caía so-bre el puente, derribado por un brazo de hierro, pese a su fuerza prodigiosa. ¡Miserable! rugió el capitán . ¿Es que quieres que te en-sarte en el espolón del Nautilus antes de que lo lance contra ese buque? Si terrible fue oír al capitán Nemo lo que había dicho, más terrible aún era verlo. Su rostro palideció a consecuencia de los espasmos de su corazón, que había debido cesar de latir un instante. Sus ojos se habían contraído espantosamente. Su voz era un rugido. Inclinado hacia adelante, sus manos retorcían los hombros del canadiense. Luego le abandonó, y volviéndose hacia el buque de guerra cuyos obuses llovían en torno suyo, le increpó así: ¡Ah! ¿Sabes quién soy yo, barco de una nación maldita? Yo no necesito ver tus colores para reconocerte. ¡Mira! ¡Voy a mostrarte los míos! Y el capitán Nemo desplegó sobre la parte anterior de la plataforma un pabellón negro, igual al que había plantado en el Polo Sur. En aquel momento, un obús rozó oblicuamente el casco del Nautilus sin dañarlo, y pasó de rebote cerca del capitán antes de perderse en el mar. El capitán Nemo se alz