Test Drive | Page 87

La galería se llenaba de vapores, en tanto que se formaba un arroyo que iba a perderse en las sinuosidades subterráneas. No tardamos en gustar nuestros primeros sorbos. —¡Oh, qué placer tan grande! ¡Qué incomparable voluptuosidad! ¿Qué agua era aquélla? ¿De dónde venía? Poco nos importaba. Era agua, y, aunque caliente aún, devolvía al corazón la vida que casi se le escapaba. Yo bebía sin descanso y sin saborearla siquiera. Hasta después de un minuto de goce, no exclamé: —Es agua ferruginosa —Excelente para el estómago —replicó mi tío—, y de una mineralización muy intensa. He aquí un viaje que nos reportará los mismos frutos que si hubiésemos ido a Spa o a Toeplitz. —¡Oh, qué buena es! —¡Ya lo creo! como extraída a dos leguas debajo de tierra; tiene un sabor a tinta que no es desagradable, por cierto. ¡Qué problema nos ha resuelto este Hans! Propongo que le demos su nombre a este saludable arroyuelo. —Me perece muy bien —exclamé yo. Y quedó bautizado el arroyo con el nombre de Hans-Bach. Hans no se envaneció demasiado. Después de apagar su sed, se recostó en un rincón con su calma acostumbrada. —Ahora —dije yo—, convendría no dejar perder esta agua. —¿Para qué la queremos? —respondió el profesor—, Creo que este manantial debe ser inagotable. —No importa. Llenemos las calabazas y el odre, y tratemos en seguida de taponar la abertura. Se siguió mi consejo. Hans, con trozos de granito y estopa, trató de obstruir el orificio abierto en la pared. Mas no era cosa fácil: el agua abrasaba las manos, la presión era extraordinaria y nuestros reiterados esfuerzos resultaron infructuosos. —Es evidente —observé—que las capas superiores de este caudal de agua se hallan a gran altura, a juzgar por la fuerza con que sale. —La cosa no es dudosa —replicó mi tío—; si esta columna de agua tiene 32.000 pies de altura, su presión en este orificio es de 1.000 atmósferas. Pero tengo una idea. —¿Cuál? —¿Por qué obstinamos en taponar esta apertura? —Pues, porque... La verdad es que no pude encontrar ninguna razón convincente. —Cuando hayamos llenado nuestras vasijas. ¿estamos seguros de volver a encontrar donde llenarlas de nuevo? —Evidentemente, no. —Pues entonces, dejemos correr esta agua, que, al descender siguiendo su curso natural, nos servirá de guía, al par que atemperará nuestra sed. —¡Muy bien pensado! —exclamé—: y teniendo por compañero a este arroyo, no hay ninguna razón para que nuestros proyectos no obtengan un éxito lisonjero. —¡Ah, hijo mío! Veo que te vas convenciendo —dijo el profesor, sonriente. —No me ves convenciendo; estoy convencido ya, tío. —¡Un instante! Empecemos por tomarnos algunas horas de reposo.