montañeses y a los hidroscopios, sintió, por decirlo así, este torrente a través de las rocas,
pero no vio, en realidad, el líquido precioso; así que no había bebido.
Pronto se echó de ver que, si proseguíamos la marcha, nos alejaríamos del torrente toda
vez que su murmullo tendía a disminuir.
Retrocedimos un poco y Hans se detuvo en el preciso lugar donde el torrente parecía
estar más próximo.
Tomé asiento al lado de la pared, en tanto que las aguas corrían a dos pies de distancia
de mí con una violencia extrema. Pero un muro de granito nos separaba aún de ellas.
Sin reflexionar, sin preguntarme siquiera si no habría algún medio de procurarse aquel
agua me abandoné otra vez, momentáneamente, a la desesperación.
Me miró Hans, y creí descubrir en sus labios una ligera sonrisa.
Se levantó, tomó la lámpara y se dirigió a la pared. Yo le seguí sin quitarle la vista de
encima. Aplicó el oído a la piedra seca y lo paseó por ella lentamente, escuchando con
suma atención. Comprendí que buscaba el punto preciso en que se oyera con más
claridad el ruido del torrente.
Por fin, encontró este punto en la pared lateral de le izquierda, a tres pies de elevación.
¡Que emoción tan grande la mía! ¡No osaba adivinar lo que quería hacer el cazador!
Pero no tuve más remedio que comprenderlo y aplaudirle, y hasta animarle con mis
caricias, cuando le vi coger en sus manos el pico para horadar la roca.
—¡Salvados! —grité—, ¡salvados!
—Sí —repitió mi tío con júbilo frenético! ¡Hans tiene mucha razón! ¡Bien por el
cazador! ¡A nosotros no se nos hubiese ocurrido!
—¡Ya lo creo que no! Por sencillo que fuese el expediente, no habríamos caído en ello.
Nada más peligroso que atacar con el pico el armazón del globo. ¡Y si sobrevenía un
hundimiento que nos aplastase! ¡Y si el torrente, al encontrar salida a través de la roca,
nos ahogaba! Estos peligros nada tenían de quiméricos; pero, en aquellas circunstancias,
los temores de provocar una inundación o un hundimiento no podían detenernos, y era
nuestra sed tan intensa que, con tal de aplacarla, hubiéramos sido capaces de abrir un
orificio en el fondo del mismo Océano.
Hans acometió esta empresa, a la que ni mi tío ni yo hubiésemos sido capaces de dar
cima. Nuestras manos, impulsadas por la impaciencia, hubieran imprudentemente
acelerado nuestros golpes y hecho volar la roca en mil pedazos. El guía, por el contrario,
tranquilo y moderado, desgastó poco a poco la roca mediante una serie de pequeños
golpes repetidos, hasta abrir un orificio de medio pie de diámetro.
El ruido del torrente aumentaba por momentos, y ya creía sentir que el agua
bienhechora humedecía mis ardorosos labios.
No tardó la piqueta en penetrar dos pies en la pared de granito. Una hora duraba ya la
difícil operación y yo me retorcía de impaciencia. Mi tío quería recurrir a las medidas
extremas, costándome no poco el detenerle; pero al ir a empuñar su piqueta, se oyó de
repente un silbido, y surgió del orificio, con violencia, un gran chorro de agua que fue a
estrellarse contra la pared opuesta.
Hans, medio derribado por el choque, no pudo reprimir un grito de dolor. Cuando
sumergí mis manos en el líquido, lancé a mi vez una exclamación violenta y me expliqué
el lamento del guía: el agua estaba hirviendo.
—¡Agua a 100° de temperatura! —exclamé.
—¡Ya se enfriará! —me respondió mi tío.