XXII
Emprendimos en seguida el descenso por la nueva galería. Hans marchaba delante,
como era su costumbre. No habíamos avanzado aún cien pasos, cuando exclamó el
profesor, paseando su lámpara a lo largo de las paredes:
—¡Aquí tenemos los terrenos primitivos! ¡Vamos por buen camino! ¡Adelante!
¡Adelante!
Cuando la tierra se fue enfriando poco a poco, de los primeros días del mundo, la
disminución de su volumen produjo en su corteza dislocaciones, rupturas, depresiones y
fendas. La galería que recorrimos entonces era una de esas grietas por la cual se
derramaba en otro tiempo el granito eruptivo; sus mil recodos formaban un inextricable
laberinto a través del terreno primordial.
A medida que descendíamos, la sucesión de las capas que formaban el terreno primitivo
mostrábanse con mayor claridad. La ciencia geológica considera este terreno primitivo
como la base de la corteza mineral, y ha descubierto que se compone de tres capas
diferentes: los esquistos, los gneis y los micaesquistos, que reposan sobre esa
inquebrantable roca que llamamos granito.
Jamás se habían encontrado los mineralogistas en tan maravillosas circunstancias para
poder estudiar la Naturaleza en su propio seno. La parte de la contextura del globo que la
sonda, instrumento ininteligente y brutal, no podía trasladar a su superficie, íbamos a
estudiarlo con nuestros propios ojos, a palparlo con nuestras propias manos.
A través de la capa de los esquistos, coloreados de bellos matices verdes, serpenteaban
filones metálicos de cobre y de manganeso con algunos vestigios de oro y de platino.
Esto me hacía pensar en las inmensas riquezas sepultadas en las entrañas del globo, que
la codicia humana no disfrutará jamás. Los cataclismos de los primeros días hubieron de
enterrarlas en tales profundidades, que ni el azadón ni el pico lograrán arrancarlas de sus
tumbas.
A los esquistos sucedieron los gneis, de estructura estratiforme, notables por la
regularidad y paralelismo de sus hojas; y después los micaesquistos, dispuestos en
grandes láminas, cuya visibilidad realzaban los centelleos de la mica blanca.
La luz de los aparatos, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, cruzaba
bajo todos los ángulos sus efluvios de fuego, y me parecía que viajábamos a través de un
diamante hueco, en cuyo interior se quebraban los rayos luminosos en mil caprichosos
destellos.
Hacia las seis de la tarde, este derroche de luz disminuyó sensiblemente y casi cesó
después. Las paredes adquirieron un aspecto cristalino, pero sombrío; la mica se mezcló
más íntimamente con el feldespato y el cuarzo para formar la roca por excelencia, le
piedra más dura de todas, la que soporta sin quebrarse el peso enorme de los cuatro
órdenes del globo. Nos hallábamos encerrados en una inmensa prisión de granito.
Eran las ocho de la noche y el agua no había parecido. Yo padecía horriblemente; mi tío
seguía marchando sin quererse detener. Aguzaba el oído tratando de sorprender el
murmullo de algún manantial; mas en vano.