El profesor examinó atentamente, durante algunos instantes, esta serie de garabatos, y
al fin dijo quitándose las gafas:
—Estos caracteres son rúnicos, no me cabe duda alguna; son exactamente iguales a los
del manuscrito de Snorri Sturluson. Pero... ¿qué significan?
Como las runas me parecían una invención de los sabios para embaucar a los
ignorantes, no sentí que no lo entendiese mi tío. Así, al menos, me lo hizo suponer el
temblor de sus dedos que comenzó a agitar de una manera convulsa.
—Sin embargo, es islandés antiguo —murmuraba entre dientes.
El profesor Lidenbrock tenía más razón que nadie para saberlo; porque, si bien no
poseía correctamente las dos mil lenguas y los cuatro mil dialectos que se hablan en la
superficie del globo, hablaba muchos de ellos y pasaba por ser un verdadero políglota.
Al dar con esta dificultad, iba a dejarse llevar de su carácter violento, y ya veía yo venir
una escena desagradable, cuando dieron las dos en el reloj de la chimenea.
En aquel mismo momento, abrió Marta la puerta del despacho, diciendo:
—La sopa está servida.
—¡El diablo cargue con la sopa —exclamó furibundo mi tío—, y con la que la ha hecho
y con los que se la coman!
Marta se marchó asustada; yo salí detrás de ella, y, sin explicarme cómo, me encontré
sentado a la mesa, en mi sitio de costumbre.
Esperé algunos instantes sin que el profesor viniera. Era la primera vez, que yo sepa,
que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y qué comida, Dios mío! Sopas de perejil,
tortilla de jamón con acederas y nuez moscada, solomillo de ternera con compota de
ciruelas, y, de postre, langostinos en dulce, y todo abundantemente regado con exquisito
vino del Mosa.
He aquí la apetitosa comida que se perdió mi tío por un viejo papelucho. Yo, a fuer de
buen sobrino, me creí en el deber de comer por los dos, y me atraqué de un modo
asombroso.
—¡No he visto en los días de mi vida una cosa semejante! —decía la buena Marta,
mientras me servía la comida. ¡Es la primera vez que el señor Lidenbrock falta a la mesa!
—No se concibe, en efecto.
—Esto parece presagio de un grave acontecimiento —añadió la vieja criada,
sacudiendo sentenciosamente la cabeza.
Pero, a mi modo de ver, aquello lo que presagiaba era un escándalo horrible que iba a
promover mi tío tan pronto se percatase de que había devorado su ración.
Me estaba yo comiendo el último langostino, cuando una voz estentórea me hizo volver
a la realidad de la vida, y, de un salto, me trasladé del comedor al despacho.