Entonces intervino la acción de la química natural en el fondo de los mares, las
acumulaciones vegetales se convirtieron primero en turba: después, gracias a la influencia
de los gases y el calor de la fermentación, se mineralizaron por completo.
De este modo se formaron esas inmensas capas de carbón que el consumo de todos los
pueblos de la tierra no logrará agotar en muchos siglos.
Estas reflexiones asaltaban mi mente mientras consideraba las riquezas hulleras
acumuladas en esta porción del macizo terrestre, las cuales, probablemente. no serían
jamás descubiertas. La explotación de estas minas tan distantes exigiría sacrificios
demasiado considerables.
Por otra parte, ¿qué necesidad había de ello, toda vez que la hulla se halla repartida, por
decirlo así, por toda la superficie de la tierra, en un gran número de regiones? Era, pues,
de suponer que al sonar la última hora del mundo se hallasen aquellos yacimientos
carboníferos intactos y tal cual los contemplaba yo entonces.
Entretanto, seguíamos caminando, y era yo, a buen seguro, el único de los tres que
olvidaba la largura del camino para abismarme en consideraciones geológicas. La
temperatura seguía siendo aproximadamente la misma que cuando caminábamos entre
lavas y esquistos. En cambio, se notaba un olor muy pronunciado a protocarburo de
hidrógeno. lo que me hizo advertir en seguida la presencia en aquella galería de una gran
cantidad de ese peligroso fluido que los mineros designan con el nombre de grisú, cuya
explosión ha causado con frecuencia tan espantosas catástrofes.
Afortunadamente, nos íbamos alumbrando con los ingeniosos aparatos de Ruhmkorff.
Si, por desgracia, hubiésemos imprudentemente explorado aquella galería con antorchas
en las manos, una explosión terrible hubiera puesto fin al viaje, suprimiendo radicalmente
a los viajeros.
La excursión a través de la mina duró hasta la noche. Mi tío se esforzaba en refrenar la
impaciencia que le producía la horizontalidad del camino. Las profundas tinieblas que a
veinte pasos reinaban no permitían apreciar la longitud de la galería, y ya empezaba yo a
creer que era interminable, cuando, de repente, a las seis, tropezamos con un muro que
nos cerraba el camino. Ni a derecha, ni a izquierda, ni arriba, ni abajo se veía paso
alguno. Habíamos llegado al fondo de un callejón sin salida.
—¡Bueno! ¡tanto mejor! —exclamó mi tío—; al menos, ya sé a qué atenerme. No es
éste el camino seguido por Saknussemm, y no queda otro remedio que desandar lo
andado. Descansemos esta noche, y, antes que transcurran tres días, habremos vuelto al
punto donde la galería se bifurca.
—Si —dije yo—, ¡si nos alcanzan las fuerzas!
—¿Y por qué no nos han de alcanzar?
—Porque mañana no tendremos ni una gota de agua.
—Y valor, ¿no tendremos tampoco? exclamó el profesor, dirigiéndome una mirada
severa.
No me atreví a contestarle.