—¡Quién sabe —observé yo.
—Yo lo sé —replicó el profesor con aire convencido—; tengo la seguridad de que esta
galería, perforada a través de estos yacimientos de hulla, no ha sido construida por los
hombres. Pero poco nos importa que sea o no obra de la Naturaleza. He llegado la hora
de cenar. Cenemos.
Hans preparó algunos alimentos. Yo apenas probé bocado y bebí las escasas gotas de
agua que constituían mi ración. El odre del guía, lleno solamente a medias, era lo único
que quedaba para apagar la sed de tres hombres.
Después de la cena, se envolvieron mis dos compañeros en sus mantas y hallaron en el
sueño un remedio a sus fatigas. Por lo que a mí respecto, no pude pegar los párpados, y
conté todas las horas hasta la siguiente mañana.
El sábado a las seis emprendimos nuevamente la marcha. Veinte minutos más tarde,
llegamos a una vasta excavación, y me convencí entonces de que la mano del hombre no
podía haber abierto aquella mina, supuesto que sus bóvedas no estaban apuntaladas y no
se derrumbaban por un verdadero milagro de equilibrio.
Esta especie de caverna media cien pies de longitud por ciento cincuenta de altura. El
terreno había sido violentamente removido por una conmoción subterránea. El macizo
terrestre se había dislocado cediendo a alguna violenta impulsión y dejando este amplio
vacío en el que penetraban por primera vez los habitantes de la tierra.
Toda la historia del período de la hulla estaba escrita sobre aquellas paredes sombrías,
cuyas diversas fases podía seguir fácilmente un geólogo. Los lechos de carbón se
hallaban separado s por capas muy compactas de arcilla o de asperón, y como aplastados
por las capas superiores.
En aquella edad del mundo que precedió al período secundario, la tierra se cubrió de
inmensas vegetaciones, debidas a la acción combinada del calor tropical y de una
humedad persistente. Una atmósfera de vapores rodeaba por todas partes al globo,
privándole de los rayos del sol.
Este es el fundamento de la teoría de que las temperaturas elevadas no provenían de
dicho astro, el cual es muy posible que aún no se hallase en estado de desempeñar su
esplendoroso papel. Los climas no existían todavía, y en toda la superficie del globo
reinaba un calor tórrido, que media la misma intensidad en él Ecuador que en los polos.
¿De dónde procedía? Del interior de la tierra.
A pesar de las teorías del profesor Lidenbrock, existía un fuego violento en las entrañas
de nuestro esferoide, cuya acción se hacía sentir hasta en las últimas capas de la corteza
terrestre. Privadas las plantas del benéfico influjo de los rayos del sol, no daban flores ni
exhalaban perfumes; pero absorbían sus raíces una vida muy enérgica de los terrenos
ardientes de los primeros días.
Había pocos árboles, pero abundaban las plantas herbáceas, como céspedes inmensos,
helechos, licopodios, siguarias y asterofilitas, familias raras cuyas especies se contaban
entonces por millares.
A esta exuberante vegetación debe su origen le hulla. La corteza aún elástica del globo
obedecía a los movimientos de la masa líquida que le cubría, produciéndose numerosas
hendeduras y grietas; y las plantar, arrastradas debajo de las aguas, formaron poco a poco
masas considerables.