—Vas a verlo ahora mismo.
Mi tío no vacilaba en recurrir a los medios más radicales. A una orden suya, hizo Hans
un solo lío con los objetos no frágiles, y después de bien amarrado el paquete, se le dejó
caer en el abismo.
Oí el sonoro zumbido que produce el desplazamiento de las capas de aire. Mi tío,
inclinado sobre el abismo, siguió con satisfecha mirada el descenso de su impedimento, y
no se retiró hasta haberla perdido de vista.
—Bueno —dijo por fin—, ahora nos toca a nosotros.
¡Ruego a los hombres de buena fe que me digan si era posible escuchar sin
estremecerse palabras semejantes!
El profesor se ató a las espaldas el paquete de los instrumentos; Hans tomó el de las
herramientas y yo el de las arenas, y, en medio de un profundo silencio turbado sólo por
la caída de los trozos de roca que se precipitaban en el abismo, dio principio el descenso
en el siguiente orden: Hans, mi tío y yo.
—Me dejé, por decirlo así, resbalar, oprimiendo frenéticamente la doble cuerda con una
mano, y asiéndome con la otra a la pared por medio de mi bastón herrado. La idea de que
me faltase el punto de apoyo era la única que me dominaba. Aquella cuerda me parecía
demasiado frágil para soportar el peso de tres personas; por eso la utilizaba lo menos
posible, realizando milagros de equilibro sobre los salientes de lava, a los cuales trataba
de agarrarme con los pies cual si éstos fuesen manos.
Cuando alguno de estos resbaladizos peldaños oscilaba bajo los pies de Hans, decía éste
con voz tranquila.
—Gf akt!
—¡Cuidado! —repetía mi tío.
Al cabo de media hora sentamos nuestros pies sobre la superficie de una roca
fuertemente adherida a la pared de la chimenea.
Hans tiró de la cuerda por uno de sus extremos; se elevó el otro en el aire, y, después de
haber rebasado la roca superior, volvió a caer, arrastrando consigo numerosos pedazos de
piedras y de lavas, que cayeron a manera de lluvia, o mejor, de granizada, con grave
peligro nuestro.
Al asomar la cabeza fuera de le estrecha plataforma donde nos encontrábamos, observé
que no se veía aún el fondo del precipicio.
Volvió a comenzar otra vez la maniobra de la cuerda, y, al cabo de media hora,
habíamos descendido otros doscientos pies.
No sé si el más entusiasta geólogo hubiera sido capaz de estudiar, durante este
descenso, la naturaleza de los terrenos que nos rodeaban. Por lo que respecta a mí, no me
preocupé de ello: me importaba muy poco que fuesen pliocenos, miocenos, eocenos,
cretáceos, jurásicos, triásicos, pérmicos, carboníferos, devonianos, silúricos o primitivos.
Pero el profesor hizo algunas observaciones o tomó ciertas notas, sin duda, porque, en
uno de los altos, me dijo:
—Cuanto más veo, mayor es mi confianza; la disposición de estos terrenos volcánicos
confirma en absoluto la teoría de Devy. Nos hallamos en pleno suelo primordial, suelo en
el cual se ha producido el fenómeno químico de la inflamación de los metales al contacto
del aire y del agua. Rechazo en absoluto la teoría de un calor central; por otra parte,
pronto vamos a verlo.