Cierto que la tal casa estaba un poco inclinada y amenazaba con su vientre a los
transeúntes; que tenía el techo caído sobre la oreja, como las gorras de los estudiantes de
Tugendbund; que la verticalidad de sus líneas no era lo más perfecta; pero se mantenía
firme gracias a un olmo secular y vigoroso en que se apoyaba la fachada, y que al
cubrirse de hojas, llegada la primavera, la remozaba con un alegre verdor.
Mi tío, para profesor alemán, no dejaba de ser rico. La casa y cuanto encerraba, eran de
su propiedad. En ella compartíamos con él la vida su ahijada Graüben, una joven
curlandesa de diez y siete años de edad, la criada Marta y yo, que, en mi doble calidad de
huérfano y sobrino, le ayudaba a preparar sus experimentos.
Confieso que me dediqué con gran entusiasmo a las ciencias mineralógicas; por mis
venas circulaba sangre de mineralogista y no me aburría, jamás en compañía de mis
valiosos pedruscos.
En resumen, que vivía feliz en la casita de la Kónig-strasse, a pesar del carácter
impaciente de su propietario porque éste, independientemente de sus maneras brutales,
me profesaba gran afecto. Pero su gran impaciencia no le permitía aguardar, y trataba de
caminar más aprisa que la misma naturaleza.
En abril, cuando plantaba en los potes de loza de su salón pies de reseda o de
convólvulos, iba todas las mañanas a tirarles de las hojas para acelerar su crecimiento.
Con tan original personaje, no tenía más remedio que obedecer ciegamente; y por eso
acudía presuroso a su despacho.