explicaciones en el Johannaeum, se detenía a lo mejor luchando con un recalcitrante
vocablo que no quería salir de sus labios; con una de esas palabras que se resisten, se
hinchan y acaban por ser expelidas bajo la forma de un taco, siendo éste el origen de su
cólera.
Hay en mineralogía muchas denominaciones, semigriegas, semilatinas, difíciles de
pronunciar; nombres rudos que desollarían los labios de un poeta. No quiero hablar oral
de esta ciencia; lejos de mí profanación semejante. Pero cuando se trata de las
cristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfálticas, de las selenitas, de las
tungstitas, de los molibdatos de plomo, de los tunsatatos de magnesio y de los titanatos de
circonio, bien se puede perdonar a la lengua más expedita que tropiece y se haga un lío.
En la ciudad era conocido de todos este bien disculpable defecto de mi tío, que muchos
desahogados aprovechaban para burlarse de él, cosa que le exasperaba en extremo; y su
furor era causa de que arreciasen las risas, lo cual es de muy mal gusto hasta en la misma
Alemania. Y si bien es muy cierto que contaba siempre con gran número de oyentes en su
aula, no lo es menos que la mayoría de ellos iban sólo a divertirse a costa del catedrático.
Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio. Aun
cuando rompía muchas veces las muestras de minerales por tratarlos sin el debido
cuidado, unía al genio del geólogo la perspicacia del mineralogista. Con el martillo, el
punzón, la brújula, el soplete y el frasco de ácido nítrico en las manos, no tenía rival. Por
su modo de romperse, su aspecto y su dureza, por su fusibilidad y sonido, por su olor y su
sabor, clasificaba sin titubear un mineral cualquiera entre las seiscientas especies con que
en la actualidad cuenta la ciencia.
Por eso el nombre de Lidenbrock gozaba de gran predicamento en los gimnasios y
asociaciones nacionales. Humphry Davy, de Humboldt y los capitanes Franklin y Sabine
no dejaban de visitarle a su paso por Hamburgo. Becquerel, Ebejmen, Brewster, Dumas y
Milne-Edwards solían consultarle las cuestiones más palpitantes de la química. Esta
ciencia le era deudora de magníficos descubrimientos, y, en 1853, había aparecido en
Leipzig un Tratado de Cristalografía trascendental, por el profesor Otto Lidenbrock,
obra en folio, ilustrada con numerosos grabados, que no llegó, sin V