Por fin, con la ayuda de mi tío, que tiraba de mí, asiéndome por el cuello de la
chaqueta, llegué cerca de la cúpula.
—Mira —me dijo mi verdugo—, y fíjate bien en todo; es preciso aprender a contemplar
el abismo sin la menor emoción.
Entonces abrí los ojos y vi las casas como aplastadas por efecto de una terrible caída. en
medio de la niebla producida por los humos de las chimeneas. Por encima de mi cabeza
pasaban desgarradas las nubes, y, por una ilusión óptica que invertía los movimientos. me
parecían inmóviles, en tanto que el campanario. la cúpula y yo éramos arrastrados con
una velocidad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por un lado la campiña, tapizada de verdura y brillaba, por el otro, el azulado mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sund se
descubría por la punta de Elsenor surcado por algunas velas blancas, que semejaban
gaviotas, y entre las brumas del Este se esbozaban apenas las ondulantes costas de
Suecia. Toda esta inmensidad se arremolinaba confusamente ante mis ojos.
Esto no obstante, tuve que ponerme de pie y pasear en derredor la mirada. Mi primera
lección de vértigo duró una hora. Cuando, al fin, me permitieron bajar y sentar mis pies
en el sólido piso de las calles, estaba desfallecido.
—Mañana repetiremos la prueba —me dijo el profesor.
Y en efecto, durante cinco días tuve que repetir tan vertiginoso ejercicio, y, de grado o
por fuerza, hice sensibles progresos en el arte de las altas contemplaciones.