Al leer esto, pegó mi tío un salto, cual si hubiese recibido de improviso la descarga de
una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción le daban un aspecto
magnífico. Iba y venía precipitadamente; se oprimía la cabeza entre las manos; echaba a
rodar las sillas; amontonaba los libros: tiraba por alto, aunque en él parezca increíble, sus
inestimables geodas: repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se
calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca.
—¿Qué hora es? —me preguntó, después de unos instantes de silencio.
—Las tres —le respondí.
—¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora
mismo. Después...
—¿Después qué...?
—Después me prepararás mi equipaje.
—¿Su equipaje? —exclamé.
—Sí; y el tuyo también —respondió el despiadado catedrático: entrando en el comedor.