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Confieso que, al terminar, me hallaba emocionado. Aquellas letras, pronunciadas una a
una, no tenían ningún sentido, y esperé a que el profesor dejase escapar de sus labios
alguna pomposa frase latina.
Pero, ¡quién lo hubiera dicho! Un violento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó la tinta y
la pluma se me cayó de las manos.
—Esto no puede ser —exclamó mi tío, frenético—; ¡esto no tiene sentido común!
Y, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la escalera lo mismo que un
alud, se engolfó en la Kónig-strasse, y huyó a todo correr.