XXIX
Cuando volví en mí, me encontré en una semioscuridad, tendido sobre unas mantas. Mi
tío velaba, espiando sobre mi rostro un resto de existencia. A mi primer suspiro, me
estrechó la mano: a mi primera mirada, lanzó un grito de júbilo.
—¡Vive! ¡Vive! —exclamó.
—Sí —respondí con voz débil.
—¡Hijo mío! —dijo abrazándome—, ¡te has salvado!
Me conmovió vivamente el acento con que pronunció estas palabras, y aun me
impresionaron más los asiduos cuidados que hubo de prodigarme. Era preciso llegar a
tales trances para provocar en el profesor semejantes expansiones de afecto.
En aquel momento llegó Hans: y, al ver mi mano entre las de mi tío, me atreveré a
afirmar que sus ojos delataron una viva satisfacción interior.
—God dag —dijo.
—Buenos días, Haus, buenos días —murmuré—. Y ahora, tío, dígame usted dónde nos
encontramos en este momento.
—Mañana, Axel, mañana. Hoy estás demasiado débil aún; te he llenado la cabeza de
compresas y no conviene que se corran: duerme, pues, hijo mío; mañana lo sabrás todo.
—Pero dígame usted, por lo menos, qué día y qué hora tenemos.
—Son las once de la noche del domingo 9 de agosto, y no te permito que me
interrogues de nuevo antes del día 10 de este mes.
La verdad es que estaba muy débil, y mis ojos se cerraban involuntariamente.
Necesitaba una noche de reposo, y, convencido de ello, me adormecí pensando en que mi
aislamiento había durado nada menos que cuatro días.
—A la mañana siguiente, cuando me desperté, paseé a mi alrededor la mirada. Mi
lecho, formado con todas las mantas de que se disponía, hallábase instalado en una gruta
preciosa, ornamentada de magníficas estalagmitas, y cuyo suelo se hallaba recubierto de
finísima arena. Reinaba en ella una semioscuridad. A pesar de no haber ninguna lámpara
ni antorcha encendida, penetraban, sin embargo, en la gruta, por una estrecha abertura,
ciertos inexplicables fulgores procedentes del exterior. Oía, además, un murmullo
indefinido y vago, semejante al que producen las olas al reventar en la playa, y a veces
percibía también algo así como el silbido del viento.
Me preguntaba a mí mismo si estaría bien despierto, si no soñaría aún, si mi cerebro
percibiría sonidos puramente imaginarios, efecto de los golpes recibidos en la caída. Sin
embargo, ni mis ojos ni mis oídos podían engañarse hasta tal extremo.
"Es un rayo de luz" pensé, "que penetra por esa fenda de la roca. Tampoco cabe duda
de que esos ruidos que escucho son efectivamente mugidos de las olas y silbidos de los
vientos. ¿Se engañan mis sentidos, o es que hemos regresado a la superficie de la tierra?
¿Ha renunciado mi tío a su expedición o la ha terminado felizmente?"
Me devanaba los sesos pensando en todo esto, cuando penetró mi tío.
—Muy buenas dios, Axel —me dijo alegremente—. Apostaría cualquier cosa a que lo
sientes bien.
—Perfectamente —contesté, incorporándome sobre mi duro lecho.