(pensaba Bruno), ese silencioso, pero implacable confesor, ese fugaz confesionario
del mundo desacralizado, el mundo del Plástico y la Computadora. Lo imaginaba a
S. observando su cara con despiedad. Sobre ella —lenta pero inexorablemente—
habían ido dejando su huella los sentimientos y las pasiones, los afectos y los
rencores, la fe, la ilusión y los desencantos, las muertes que había vivido o
presentido, los otoños que lo entristecieron o desalentaron, los amores que lo
habían hechizado, los fantasmas que en sus sueños o en sus ficciones lo visitaron o
acosaron. En esos ojos que lloraron por dolor, en esos ojos que se cerraron por el
sueño pero también por el pudor o la astucia, en esos labios que se apretaban por
empecinamiento pero también por crueldad, en esas cejas que se contraían por
inquietud o extrañeza o que se levantaban en la interrogación y la duda, en esas
venas que se hinchaban por rabia o sensualidad, se había ido delineando la móvil
geografía que el alma termina por construir sobre la sutil y maleable carne del
rostro. Revelándose así, según la fatalidad que le es propia (porque sólo puede
existir encarnada) a través de esa materia que a la vez es su prisión y su única
posibilidad de existencia.
Sí, ahí lo tenían: el rostro con que el alma de S. observaba (y sufría) el Universo,
como un condenado a muerte por entre las rejas.
CAMINABA HACIA LA RECOLETA
para qué las discusiones y conferencias
todo era un formidable malentendido
ese imbécil, cómo se llamaba, explicando la religión con la plusvalía
a ver cómo explicaba que los obreros de New York apoyaran a Nixon contra los
estudiantes rebeldes
Sartre desgarrado por las pasiones y los vicios
pero defendiendo la justicia social
Roquentin y sus chistes contra el Autodidacto y el humanismo socialista!
Se sentó en un banco.
Lo miraban. Un muchacho murmuró algo a su pareja, señalándolo con un gesto,
que él creyó imperceptible, pero que S. percibió como los pájaros distinguen entre
alguien que simplemente camina y otro que anda en su caza. Recordó con
39