Nada permanecía en la ciudad fantasma, levantada sobre el desierto: volvía a ser
otro desierto, de casi nueve millones que no sentían nada detrás, que ni siquiera
disponían de ese simulacro de la eternidad que en otras naciones eran los
monumentos de piedra de su pasado. Nada.
Caminó sin rumbo.
YA ERA MÁS DE MEDIANOCHE
cuando volvió a la casa de los Olmos. Silenciosamente se acercó como a un ser
dormido que no se quiere despertar, cuyo sueño se desea preservar como algo muy
frágil y querido. Ah, si fuera posible volver a ciertas épocas de la vida como se
podía volver a los lugares en que transcurrieron, pensaba. Los mismos sitios en que
treinta años atrás había escuchado su voz grave recitar un poema de Machado.
Rescatar aquel momento del tránsito sigiloso pero inexorable. Aquella realidad que
apenas subsistía en un recuerdo cada día más impreciso.
Su existencia había sido un correr detrás de fantasmas y de cosas irreales, o por lo
menos de esas cosas que las gentes prácticas juzgan irreales. Y porque todo en él
era como un perder el presente para dejarlo que se convirtiese en pasado, en
nostálgico recuerdo, en sueños perdidos, invocado como en ese momento lo hacía,
siempre en vano, cuando ya nada ni nadie puede volver, cuando la mano del ser
que en aquel tiempo quisimos ni siquiera pueda rozarnos ya la mejilla, como lo
había hecho Georgina treinta años antes en aquel jardín, en una noche parecida a
la que ahora lo veía solitario. Se sentía como un fracasado, y sentía ese fracaso con
un sentimiento de culpa, quizá provocado por el recuerdo de aquel hombre enérgico
y rudo que había sido su padre: uno de esos hombres que enfrentaban con coraje
esta vida fugitiva y cruel pero maravillosa en cada segundo del presente. Pero él,
en cambio, siempre había sido un contemplativo que dolorosamente sufría la
sensación del tiempo que pasa y que se lleva con él todo lo que querríamos eterno.
Y en lugar de luchar con él se rendía de antemano y se empeñaba luego en
recordarlo con melancolía, invocando sus espectros, imaginando fijarlos de alguna
manera en un poema o en una novela; intentando —y lo que era peor,
imaginándolo intentar— esa empresa desproporcionada a sus fuerzas que era lograr
al menos un fragmento de eternidad, aunque fuese un fragmento pequeñito y
familiar, tan modesto —pero también tan patético— como una losa funeraria, con
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