aquellas navidades con nieve, aquellos pastores tocando las gaitas. Lo veía a Tito,
tomando mate a su lado, preguntándole entre irónico y cariñoso, qué cantaban los
pastores.
Y el viejo, cerrando los ojos, con una sonrisa recatada y vergonzosa, canturreaba:
La notte de Natale
é una festa principale
que nasció nostro Signore
a una povera mangiatura.
Eso es lo que cantaban, eh sí... Y había mucha nieve, viejo? Eh, sí... la nieve... Y se
quedaba meditando en la tierra fabulosa, mientras Tito le guiñaba un ojo a Martín y
le sonreía con una expresión de pena velada por el pudor y una melancólica ironía:
—Viste, pibe? Siempre la misma historia. No piensa a otra cosa. Siempre el
pueblito. Si yo tendría guita...
Y ahora seguramente había muerto. Un furgón de la municipalidad habría venido a
llevar su pequeño cadáver, acompañado por Tito hasta un anónimo y numerado
depósito de la Chacarita, para pudrirse entre bloques de cemento. No en la tierra
de su aldea remota, frente al mar Jónico de sus antepasados, sino ahí, en el cuarto
subsuelo de un cementerio de cemento y de nichos numerados.
Bruno volvió a mirar a D’Arcangelo, a escrutar en su rostro aquel anhelo de
absoluto, aquella mezcla de candoroso escepticismo y de bondad, aquel no
entender de un mundo cada día más caótico y enloquecido; un mundo en que los
jugadores de fútbol no luchaban más por el amor a su camiseta sino por dinero; en
que Chichín ya no servía el vermú con fernet o con bitter, en que el viejo Boca era
apenas un doliente recuerdo. Un mundo en que aquel tierno conventillo con gallinas
y caballos habría sido dividido en calabozos de chapa y cemento sin lugar para la
vieja victoria derrengada. Tal vez en su cuartito subsistía la bandera del Boca de
antes, y aquella fotografía de Tesorieri dedicada y aquel fonógrafo. Pero
seguramente esos tesoros sobrevivían tan tristemente como su propio dueño, en
una pieza en que ya no se oía el cacareo de las gallinas al amanecer, ni aquella
fragancia de la glicina mezclada al olor de la bosta.
Salió y caminó por las calles que también se habían transformado.
Aquel terraplén, aquellas casas con reja y zaguán, dónde estaban?
Humildes versos de poetas de barrio acudían a su espíritu:
Borró el asfalto de una manotada
la vieja barriada
que me vio nacer.
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