ratas que de pronto sentía (más que veía) atravesar fugitivamente delante de ellos
hacia sus laberintos aún más asquerosos e impenetrables.
Hasta que por fin comprendió que llegaban al lugar, pues se veía al fondo una vaga
luminosidad. El túnel fue ensanchándose y a su término se encontraron en una
caverna más o menos del tamaño de un cuarto, aunque muy torpemente
construido, con paredes de grandes ladrillos coloniales, y una escalera que apenas
podía adivinar en uno de sus extremos. Sobre uno de los muros había un farol de
los que se usaban en la época del Virrey Vértiz, que proporcionaba aquella
mortecina iluminación.
En el centro había un jergón casi carcelario, colocado sobre el propio suelo, pero
que daba la sensación de ser usado aún en la actualidad, y también unos burdos
bancos de madera colocados contra los muros. Todo era siniestro y más bien
sugería la imagen de una cárcel que de otra cosa.
Acababa Soledad de apagar su lámpara cuando S. sintió los pasos de alguien que
bajaba por las escaleras. Pronto pudo ver su rostro duro y sus ojos de nictálope:
era R.! No lo había vuelto a ver desde que se había ido de Rojas a estudiar en La
Plata, recordaba siempre el tormento del gorrión enceguecido, y ahora lo
encontraba ante él, cuando imaginó (y deseó) que jamás volvería a cruzarse en su
camino.
Qué vínculo podía haber entre R. y Soledad? Por qué se encontraba aquí, como
esperándolo? Súbitamente tuvo la sensación de que Soledad y él tenían algo en
común, esa idéntica condición nocturna, atroz y fascinante a la vez.
—No creíste volver a verme, eh? —dijo con aquella voz ronca y sarcástica que
detestaba.
Estaban los tres en aquel antro formando un triángulo de pesadilla. Miró a Soledad
y la encontró más hermética que nunca, con una majestad que no correspondía a
su edad, hierática. Si no fuese por su pecho, cada vez más agitado, podía creerse
que era una estatua: una estatua que secretamente se estremecía. Debajo de su
túnica S. entreveía su cuerpo de mujer serpiente.
Oyó de nuevo la voz de R. que le decía, señalando con un gesto de su cabeza hacia
arriba:
—Estamos bajo la cripta de la iglesia de Belgrano. La conocés? Esa iglesia redonda.
La iglesia de la Inmaculada Concepción —agregó con tono irónico.
Después, con voz que a S. le pareció distinta, casi de temor (lo que en él era
inverosímil), dijo:
—Te diré que también éste es uno de los nudos del universo de los Ciegos.
Al cabo de un silencio, añadió:
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