trigonometría cuando sintió a sus espaldas la presencia de uno de esos seres que
no necesitan hablar para comunicarse. Se había dado vuelta y por primera vez vio
los mismos ojos grisverdosos, la boca apretada y la misma expresión autoritaria de
su antepasado, bastarda heredera de él como seguramente era. Nicolás había
enmudecido, como ante la presencia de un soberano absoluto. En un tono
calladamente imperioso preguntó por algo, y Nicolás respondió con una voz que
nunca antes le había oído. Después de lo cual se retiró tan sigilosamente como
había llegado. Tardaron un tiempo en volver al teorema, y S. quedó con una turbia
impresión, que recién en su madurez creyó poder resumir así: había aparecido
para hacerle saber que existía, que estaba. Dos verbos en que vaciló infinidad de
veces, hasta que se decidió a emplearlos juntos, no obstante saber que no
significaban lo mismo y que hasta podían temiblemente contrastar. Pero esa
caracterización la pudo hacer casi cuarenta años más tarde, cuando por primera
vez le contó a Bruno, como si en aquel entonces sólo hubiese tomado una
fotografía y recién después de tanto tiempo fuera capaz de interpretarla.
Esa noche del teorema soñó que avanzaba por un pasadizo subterráneo y que a su
término estaba Soledad esperándolo, desnuda, fosforescente en la oscuridad.
Desde aquella noche no pudo casi concentrar la atención en nada que no fuera ese
sueño. Hasta que llegó el verano y pudo por fin llegar a la casa de la calle Arcos,
donde sabía que ella lo esperaba.
Y ahí estaba, ahora, temblando en la oscuridad, esperando la respiración del sueño
en sus tres compañeros. Luego incorporándose con el mayor cuidado, salió con los
zapatos en la mano, para colocárselos en el parque.
Con cautela, caminó hacia la puerta trasera de la casa grande, la puerta de la gran
mampara que cerraba el jardín de invierno.
Tal como lo imaginó, la puerta estaba sin llave. A través de los vidrios,
extrañamente coloreada por los losanges azules y carmesíes, cada vez que las
nubes lo permitían, la luz de la luna iluminaba el jardín de invierno. En cuanto se
acostumbró a la semioscuridad, la vio al pie de la escalinata que conducía al piso
superior. La luminosidad incierta y transitoria la instalaba en su verdadero mundo.
Alguna vez le había contado a Bruno que Soledad parecía la confirmación de esa
antigua doctrina de la onomástica, pues su nombre correspondía con exactitud a lo
que era: hermética y solitaria, parecía guardar el secreto de una de esas Sectas
poderosas y sangrientas, cuya divulgación se castiga con el suplicio y la muerte. Su
violencia interior estaba como mantenida bajo presión en una caldera. Pero una
caldera alimentada por un fuego helado. Le aclaró, ella misma era un oximoron, no
el precario lenguaje con que podía describírsela. Más que sus indispensables
palabras
(o
sus
gritos
sexuales),
sus
silencios
sugerían
hechos
que
no
correspondían a lo que habitualmente se llaman "cosas de la vida", sino a esa otra
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