depresivo de los días de fiesta, sobre todo en ese barrio, cuando los chicos que
corretean por el jardín zoológico ya han sido retirados por sus padres o niñeras, y
cuando los marineros, corridos por el frío y la llovizna, se han metido en los bares
de la calle Santa Fe, con sus chicas regulares o con las modestas turritas que los
acompañan a tomar un submarino caliente con medialunas. Nadie se veía en
aquella solitaria vereda, excepto un muchacho flaco tomado de los barrotes de la
verja con sus dos manos, con los brazos abiertos en cruz, mirando hacia el interior
del zoológico, estático, y al parecer indiferente a la llovizna, porque no llevaba otra
ropa que unos blue-jeans desteñidos y una campera tan deshilachada como sus
pantalones, componiendo una figura desmañada y un poco grotesca.
Hasta que al acercarse un poco más advirtió que era Nacho, momento en que se
detuvo como si estuviera cometiendo una mala acción o sorprendiendo a alguien en
un acto de absoluta intimidad. De modo que se alejó, dando un rodeo, cuidando la
posibilidad deque el chico dejara de observar fijamente aquel jardín silencioso, con
sus animales perdidos como inofensivos fantasmas. Hasta que, una vez a suficiente
distancia, se detuvo a observarlo desde atrás de un plátano, fascinado por su
presencia y por su actitud estática y contemplativa.
MIENTRAS NACHO
tenía como tantas otras veces siete años, lejos del territorio de la suciedad y la
desesperación, sentado en el suelo, a la sombra del quiosquito, descifrando RAYO
ROJO, sintiendo la tranquila respiración del Milord, tirado a todo lo largo, con su
color café con leche y sus manchas blanquecinas de perro callejero, dormitando a
sus pies, sin duda soñando en apacibles meditaciones de siesta, seguro en el
mundo por saberse al lado de Fuerzas Poderosas y Benefactoras, sobre todo
Carlucho, doblemente gigantesco sobre su sillita enana, tomando con pensativa
lentitud su mate en jarrito enlozado, meditando en su hora filosófica; meditación
(según Bruno) que de ninguna manera podía ser molestada por la presencia del
chico ni del Milord sino, por el contrario, facilitada y hasta fomentada, ya que sus
Pensamientos no eran para sí solo sino, dada la condición de su espíritu, para la
Humanidad en general y para aquellos dos seres desamparados muy en especial.
Así que mientras el chico leía el RAYO ROJO y el Milord soñaba seguramente con
hermosos huesos y aquellas lindas caminatas de los días feriados por la Isla Maciel,
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