mandado. Lo buscamos por todos lados, en la dirección donde había ido, hasta que
oímos por ahí a un ser desnudo, casi sin piel, con el pelo también quemado, que
gemía en el suelo, casi ya sin fuerzas siquiera para contraerse. Con horror, le
preguntamos quién era, y con voz apenas comprensible el desdichado murmuró con
una voz extrañísima Masumi Yamamoto. Lo pusimos sobre una tabla, resto de una
puerta, con infinito cuidado, porque era una llaga viva, y lo llevamos hasta algún
lugar de auxilio. Unas diez cuadras más allá advertimos una larga fila de heridos y
quemados que esperaban ser atendidos por médicos y enfermeras, también
heridos. Pensando que nuestro niño no aguantaría más, rogamos a un médico
militar que al menos nos diera algo para aliviar sus dolores. Nos dio aceite para
cubrirlo y así lo hicimos. El chico nos preguntó si iba a morir. Con fuerza le dijimos
que no, que pronto se curaría. Quisimos llevarlo de nuevo a nuestra casa pero nos
dijo que, por favor, no lo movieran de donde estaba. Al oscurecer se tranquilizó un
poco, pero pedía agua constantemente. Y aunque no sabíamos si podía empeorarlo,
se la dábamos. Por momentos deliraba y sus palabras no se entendían. Después de
un tiempo pareció recobrar el sentido y nos preguntó si era cierto que había un
cielo. Mi esposa estaba trastornada y no atinó a responder, pero yo le dije que sí,
que había cielo, un lugar muy lindo donde nunca había guerras. Escuchó estas
palabras atentamente y pareció que se tranquilizaba. "Entonces, es mejor que me
muera", murmuró. Ya no podía casi respirar, su pecho se alzaba y bajaba como un
fuelle, mientras mi mujer lloraba en silencio para que él no la oyera. Después,
nuestro hijo empezó de nuevo a desvariar y ya no pidió más agua. A los pocos
minutos, felizmente, dejó de respirar.
Carta del señor Lippmann, de Eureka, Colorado, dirigida al Secretario General de
las Naciones Unidas, publicada en el NEW YORK TIMES:
Estimado Señor:
Le escribo para comunicarle que he decidido renunciar como miembro de la raza
humana. Por consiguiente, pueden ustedes prescindir de mí en los tratados o
debates que esa Sociedad realice en el futuro. Saludo a usted con atención.
Cornelius W. Lippmann.
DE ENTRE LOS RECORTES
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