modestamente negativo. Y por una especie de desgracia, en lugar de ir subiendo en
el tamaño aquel sujeto iba descendiendo. Claro que podía haber detenido ese
descenso mediante una enérgica negativa, pero con qué cara? Terminó por
ofrecerle una libretita infinitesimal, que sólo podía servir para escribir telegramas
muy caros o para nenas de corta edad, esas nenas que seriamente van en la calle
al lado de su mamá llevando un cochecito de juguete con un bebé de plástico en su
interior. Una libretita para hacer como que anota los pedidos para su hogar
microscópico.
Admitió que la libretita era muy linda, y hasta hipócritamente hizo como que
probaba el funcionamiento de sus anillos, la flexibilidad de su tapita, el papel.
— De cuero? —preguntó, pensando que un dato tan preciso revelaba que no estaba
desinteresado de ningún modo en la compra de la miniatura.
—No, señor. De plástico —respondió el muchacho con sequedad.
—Ah —comentó, volviendo a probar el cierre de los anillitos.
Mientras realizaba esa inspección apócrifa sentía que su cuerpo se iba cubriendo de
transpiración. Cómo decirle, a esa altura de los acontecimientos, que aquel juguete
era casi exactamente lo contrario de lo que buscaba? Con qué cara, con qué
palabras? Por un momento estuvo casi dispuesto a comprarlo, para guardarlo más
tarde en el mencionado museo de objetos estériles; pero sintió que si lo hacía era
un ser despreciable. Decidió entonces superar su debilidad de modo terminante.
—Muy linda, verdaderamente muy linda —comentó de modo casi inaudible—, pero
lo que necesito es una libreta grande. En realidad, casi una carpeta.
El vendedor lo observó con severo rigor.
—Entonces —dijo secamente— lo que usted busca es una carpeta.
Sospechando de antemano que le iba a ir peor que con las libretitas (que al menos
son agradables), asintió de modo equívoco. El empleado, con decisión que a Sabato
le pareció excesiva, se dirigió hacia el anaquel donde se alineaban los monstruos de
la especie. Con premeditación, era evidente, buscó la más grande, algo gigantesco
y repugnante, uno de esos artefactos que deben de usarse en los ministerios para
enormes papeles burocráticos, y con pregunta que más bien era una orden dijo:
—Algo como esto, supongo.
Se miraron durante un segundo, pero ese segundo a Sabato le pareció una
eternidad. Un ejemplo casi escolar para establecer la diferencia entre el tiempo
astronómico y el tiempo existencial. Era una especie de grotesca instantánea: un
vendedor durísimo enarbolando una repelente carpeta para mamuts, frente a un
parroquiano avergonzado e intimidado.
—Sí —murmuró Sabato, con voz apenas perceptible y con extremo desánimo.
Con esfuerzo, el empleado envolvió el grosero artefacto, le preparó la factura y se
la entregó: era una suma tan enorme como el paquete. Con esa suma, calculó en el
289