era el pintor que le había arrancado el ojo a Víctor Brauner: hecho espantoso y
significativo, pero que nada me sugirió sobre el futuro. El segundo indicio, acaso el
peor, fue el surgimiento de R. de entre las sombras. Pero, claro, indicio desde el
punto de vista de los hechos posteriores. Creo que, si conociéramos nuestro futuro,
a cada instante veríamos surgir aquí y allá pequeños acontecimientos que lo
anunciarían y hasta prefigurarían; no conociéndolo, parecen cosas al azar,
casualidades sin significado. Piense el temible sentido que tendría para alguien que
supiese su final apocalíptico la entrada en una cervecería de Munich, hacia 1925, de
un cabo con bigote chaplinesco y ojos alucinados.
Ahora comprendo también que no fue por azar que en aquel período iniciara mi
abandono de la ciencia: la ciencia es el mundo de la luz!
Trabajaba en el Laboratorio Curie como uno de esos curas que están dejando de
creer pero que siguen celebrando misa mecánicamente, a veces angustiados por la
inautenticidad.
—Te noto distraído —me obsevaba Goldstein, con la escrutadora y temerosa
expresión con que un buen amigo del cura, teológicamente ortodoxo, lo hubiese
estudiado durante la celebración de la misa.
—No ando bien —le explicaba—. Nada bien.
Lo que en cierto modo era verdad. Y así un día llegué hasta el extremo de
manipular con descuido el actinium, del que durante varios años llevé luego el
pequeño pero peligroso estigma en un dedo.
Empecé a tomar, encontraba una triste voluptuosidad en el mareo alcohólico.
Un día muy deprimente de invierno caminaba por la rue Saint-Jacques hacia la
pensión cuando entré a un bistrot a tomar vino caliente. Busqué un rincón oscuro,
porque había empezado a rehuir a la gente y porque siempre la luz me ha hecho
mal (recién advierto este hecho sin embargo de toda mi vida) para entregarme al
vicio solitario que consistía en rumiar fragmentos de ideas y sensaciones a medida
que el alcohol iba haciendo su efecto. Ya estaba bastante mareado cuando lo
advertí: me miraba de manera sostenida, penetrante y (al menos así me pareció)
un poco irónica, lo que me exasperó. Aparté mis ojos, esperando que mi gesto lo
disuadiría de su actitud. Pero, ya porque no lo pudiese evitar, ya porque sentía su
penetrante mirada clavada en mí, tuve que volver a encontrarme con sus ojos. Me
pareció alguien vagamente conocido: era de mi misma edad (somos gemelos
astrales, me comentaría después, en más de una ocasión, con aquella risa seca que
helaba la sangre) y todo en él sugería un gran ave de rapiña, un gran halcón
nocturno (y, en efecto, nunca lo vería sino en la soledad y las tinieblas). Sus manos
eran descarnadas, ávidas, depredatorias, despiadadas. Sus ojos me parecieron
grisverdosos, que contrastaban con una piel oscura. Su nariz era fina pero poderosa
y aguileña. A pesar de estar sentado, calculé que debía de ser bastante alto y
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