Test Drive | Page 209

era el pintor que le había arrancado el ojo a Víctor Brauner: hecho espantoso y significativo, pero que nada me sugirió sobre el futuro. El segundo indicio, acaso el peor, fue el surgimiento de R. de entre las sombras. Pero, claro, indicio desde el punto de vista de los hechos posteriores. Creo que, si conociéramos nuestro futuro, a cada instante veríamos surgir aquí y allá pequeños acontecimientos que lo anunciarían y hasta prefigurarían; no conociéndolo, parecen cosas al azar, casualidades sin significado. Piense el temible sentido que tendría para alguien que supiese su final apocalíptico la entrada en una cervecería de Munich, hacia 1925, de un cabo con bigote chaplinesco y ojos alucinados. Ahora comprendo también que no fue por azar que en aquel período iniciara mi abandono de la ciencia: la ciencia es el mundo de la luz! Trabajaba en el Laboratorio Curie como uno de esos curas que están dejando de creer pero que siguen celebrando misa mecánicamente, a veces angustiados por la inautenticidad. —Te noto distraído —me obsevaba Goldstein, con la escrutadora y temerosa expresión con que un buen amigo del cura, teológicamente ortodoxo, lo hubiese estudiado durante la celebración de la misa. —No ando bien —le explicaba—. Nada bien. Lo que en cierto modo era verdad. Y así un día llegué hasta el extremo de manipular con descuido el actinium, del que durante varios años llevé luego el pequeño pero peligroso estigma en un dedo. Empecé a tomar, encontraba una triste voluptuosidad en el mareo alcohólico. Un día muy deprimente de invierno caminaba por la rue Saint-Jacques hacia la pensión cuando entré a un bistrot a tomar vino caliente. Busqué un rincón oscuro, porque había empezado a rehuir a la gente y porque siempre la luz me ha hecho mal (recién advierto este hecho sin embargo de toda mi vida) para entregarme al vicio solitario que consistía en rumiar fragmentos de ideas y sensaciones a medida que el alcohol iba haciendo su efecto. Ya estaba bastante mareado cuando lo advertí: me miraba de manera sostenida, penetrante y (al menos así me pareció) un poco irónica, lo que me exasperó. Aparté mis ojos, esperando que mi gesto lo disuadiría de su actitud. Pero, ya porque no lo pudiese evitar, ya porque sentía su penetrante mirada clavada en mí, tuve que volver a encontrarme con sus ojos. Me pareció alguien vagamente conocido: era de mi misma edad (somos gemelos astrales, me comentaría después, en más de una ocasión, con aquella risa seca que helaba la sangre) y todo en él sugería un gran ave de rapiña, un gran halcón nocturno (y, en efecto, nunca lo vería sino en la soledad y las tinieblas). Sus manos eran descarnadas, ávidas, depredatorias, despiadadas. Sus ojos me parecieron grisverdosos, que contrastaban con una piel oscura. Su nariz era fina pero poderosa y aguileña. A pesar de estar sentado, calculé que debía de ser bastante alto y 209