Le respondí que nada.
No me atrevía a disparar. En ese momento vi al Che muy grande,
enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentí que se me echaba
encima y me dio un mareo.
—Póngase sereno —me dijo—. Apunte bien.
dinos dónde escondiste, ay!, esa muerte
que nadie pudo verte,
imposible y callada.
Entonces di un paso hacia atrás, hacia la puerta, cerré los ojos y
disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó
al suelo, se contorsionó y comenzó a perder muchísima sangre. Yo
recobré el animo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un
brazo, en un hombro y finalmente en el corazón... (R elato del
suboficial Terán a Arguedas)
El cadáver del Che fue arrastrado, aún caliente, hasta una camilla
hacia el lugar en que sería recogido por un helicóptero. El suelo y las
paredes del aula quedaron manchadas de sangre, pero ninguno de los
soldados quiso limpiarlos. Lo hizo un sacerdote alemán, quien
calladamente lavó las manchas y guardó en un pañuelo las balas que
habían atravesado el cuerpo de Guevara.
Apenas llegó el helicóptero, la camilla fue atada a uno de los patines.
El cuerpo, aún con la campera de guerrillero, estaba envuelto en un
lienzo. Eddy González, un cubano que en La Habana había regentado
un cabaret en la época de Batista, se acercó para darle una bofetada
al rostro inerte del comandante muerto.
Al llegar el helicóptero a destino, el cuerpo fue puesto sobre una
tabla, con la cabeza colgando hacia atrás y abajo, los ojos abiertos.
Casi desnudo, estirado sobre la pileta de un lavadero, era iluminado
por las luces de los fotógrafos. Sus manos fueron cortadas a
hachazos, para impedir la identificación. Pero el cuerpo fue mutilado
en otras partes, también. El fusil fue a parar a manos del coronel
Anaya, el reloj a manos del general Ovando. Uno de los soldados que
participó en las operaciones le quitó los mocasines que uno de los
camaradas de Guevara le había hecho en el monte. Pero como
estaban muy maltratados por el uso y la humedad, no le sirvieron.
(De los informes periodísticos.)
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