ese académico. Y mientras Stalin caía en éxtasis delante de esos productos prohibía
el gran arte occidental.
—Sí, pero si se está en plena revolución —insistió Araujo— lo que estorba o hace
peligrar la revolución no puede ser tolerado. Es una guerra. Y se trata de vencer o
morir. Y si una obra da argumentos al enemigo o por lo menos ablanda o distrae al
combatiente, se tiene el derecho histórico de impedirla.
—Un arte contrarrevolucionario, en suma —preguntó Sabato.
—Sí.
Hasta Silvia lo miraba callada.
Pero no fueron las palabras de Araujo ni el silencio de la chica lo que desasosegó a
Sabato sino la mirada del compañero de Marcelo, que de pronto advirtió fija en él.
Todo el tiempo se había sentido inquieto por aquella presencia poderosa, poderosa
por su simple pureza, o porque le recordaba la expresión de aquel Carlos de 1932.
Sus
ojos
resplandecían
en
silencio
en
su
cara
austera
y
dolorosamente
reconcentrada, como dos brasas en una sufrida tierra reseca. A su lado, Marcelo era
como un ángel bondadoso que cuidara un ser a la vez fuerte e indefenso en un
mundo apocalíptico y podrido. Sí, recordaba el suplicio de Carlos y el que tarde o
temprano sufriría este otro muchacho, o tal vez habría ya sufrido. Y todas las
palabras que habían estado diciendo, todo aquel chisporroteo filosófico se convertía
en un motivo de vergüenza frente a la solitaria reticencia de alguien surgido vaya a
saber de qué provincia miserable, víctima y testigo de infinitas injusticias y
humillaciones. Con voz repentinamente baja, casi como si hablara para sí mismo,
mirando hacia el suelo, Sabato dijo:
—Sí, muchachos... Pero tengan cuidado con esa palabra, tengan cuidado de
aplicarla con odio y con ligereza, porque entonces hombres como Kafka...
Estaba muy angustiado. Por un lado pensaba que cualquier cosa que dijera podría
herir o desilusionar a ese muchacho. Por el otro, sentía el deber de aclarar, de
explicar. El deber de impedir que ellos, que alguno de ellos, el más puro, pudiera
un día cometer una tremenda injusticia, aunque fuera una sagrada injusticia.
—El dilema no es literatura social y literatura individual, muchachos... El dilema
está entre lo grave y lo frívolo. Cuando mueren niños inocentes bajo las bombas en
el Vietnam, cuando son torturados los seres más puros en las tres cuartas partes
del mundo, cuando el hambre y la desesperación dominan en la mayor parte del
mundo, comprendo que se clame contra cierto tipo de literatura... Pero contra cuál,
muchachos... Contra cuál? Pienso que existe todo el derecho a rechazar el juego
frívolo, el mero ingenio, la diversión verbal... Pero debe tenerse cuidado de
repudiar a los grandes y desgarrados creadores que son el más terrible testimonio
del hombre. Porque también ellos luchan por la dignidad y la salvación. Sí, es
cierto, la inmensa mayoría escribe por motivos subalternos. Porque busca fama o
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