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—Le hacen un flaco favor a Marx estos epígonos de bazar, haciéndolo responsable de cualquier idiotez que se les ocurre, como esa relación directa y proporcional entre los bananeros y la literatura de introspección. Y el hecho de que él prefiriera a Balzac es respetable, pero espero que no me digan que es el único ser en el mundo que pueda tener preferencias. Ahora resulta que todos tenemos que preferir a Balzac porque él lo dijo. Y entonces un poeta como Lautréamont será un sujeto sospechoso, porque con sus delirios escapa a la realidad francesa de su tiempo, la carestía de la papa. Un vendido al capitalismo. Con ese criterio, cuando la Revolución Francesa tronaba en toda Europa, Beethoven debía haber escrito marchitas militares o por lo menos música como esa 1812 de Tchaikovsky, en lugar de sus cuartetos. No sé dónde leí, debe de haber sido otro de estos epígonos de dos por cinco, que en Francia un hombre como Lautréamont podía quizá hacer eso. Pero que si lo hacemos aquí somos imitadores de la literatura europea. Ahora bien, si tenemos presente que un tipo de arte como ése tiene mucho que ver con el sueño, resulta que sólo se puede soñar en Francia. Aquí no debemos dormir, y si dormimos hay que soñar con aumento de salarios y huelgas de metalúrgicos. Y no les digo nada si nos ocupamos de la muerte. No sé quién de éstos me criticaba porque me ocupaba de esa temática europea. Claro, aquí no nos morimos. Aquí somos inmortales folklóricos. La muerte es asunto sospechosamente vinculado a Wall Street. Los entierros están al servicio del imperialismo. Basta por el amor de Dios! Basta con tanta demagogia filosófica! Volvió a levantarse. —No, por favor, no se vaya —pidió Silvia. —Para qué? Estas discusiones no tienen sentido. —Pero, por favor, hay por lo menos un par de cosas que querríamos preguntarle — insistió Silvia. —Qué cosas. Bruno le pidió que se calmara, tomándolo suavemente de un brazo. Estaba bien, pero para qué, en fin. —Lo que sucede —agregó cuando se hubo calmado— es que esa gente ni siquiera ha entendido al marxismo. Si la literatura fuese enemiga de la revolución, o por lo menos una especie de masturbación solipsista, no se explica por qué Marx admiraba a Shakespeare. Y al cortesano y monárquico Goethe. Seguro que estos mini-pensadores me saldrán argumentando que ahora la situación es más perentoria y que, sobre todo en el Tercer Mundo, no es momento para literatura. Yo les preguntaría si en el momento en que Marx iba a la Biblioteca de Londres, cuando se explotaba bárbaramente en las minas de carbón a chiquilines de siete años, era momento para la poesía y la novela. Porque no sólo Dickens escribía entonces. También escribían Tennyson, y Browning, y Rossetti. Y en plena 140