siguen presionándolo, personajes que alguna vez salieron en sus libros, pero que se
sienten traicionados por las torpezas o cobardías de su intermediario;
y
avergonzado él mismo, el propio Sabato, por sobrevivir a esos seres capaces de
morir o matar por odio o amor o por su empeño de desentrañar la clave de la
existencia. Y avergonzado no sólo por sobrevivirlos sino por hacerlo con ruindad,
con tibias compensaciones. Con el asco y la tristeza del éxito.
Sí, si su amigo muriera, y si él, Bruno, pudiese escribir esa historia. Si no fuera
como desdichadamente era: un débil, un abúlico, un hombre de puros y fracasados
intentos.
Nuevamente volvió su mirada a las gaviotas sobre el cielo en decadencia. Las
oscuras siluetas de los rascacielos en medio de cárdenos esplendores y catedrales
de humo, y poco a poco entre los melancólicos violáceos que preparan la funeraria
corte de la noche. Agonizaba la ciudad entera, alguien que en vida fue
groseramente ruidoso pero que ahora moría en dramático silencio, solo, vuelto
hacia sí mismo, pensativo. El silencio se hacía más grave a medida que avanzaba la
noche, como se recibe siempre a los heraldos de las tinieblas.
Y así terminó un día más en Buenos Aires, algo irrecuperable para siempre, algo
que lo acercaba un poco más a su propia muerte.
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