linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y
confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino
buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores,
era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis
pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como
de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o
le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener
a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce
señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se
debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me
presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a
su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este
discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se
cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella
jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció
ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no
desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran
señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso, nombre
a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a
sus cosas había puesto.