sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde reina la
envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad. ¡Mal haya el
diablo; que si por su reverencia no fuera, ésta fuera ya la hora que mi señor
estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde, por lo menos, pues
no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor el de la Triste Figura
como de la grandeza de mis servicios! Pero ya veo que es verdad lo que se dice por
ahí,