algún sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela)
no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo,
pasamos por dos momentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual;
segundo, el de la existencia física. Es probable que si al llegar al segundo momento
pudiéramos recordar las impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos
del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir
sus sombras de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer momento
no pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente
después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde
proceden? Aquel que nunca se ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras
fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las
melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira el
perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia
musical que jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para
apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi
alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos
en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a
aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran,
borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, descendiendo...
descendiendo... siempre descendiendo... hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola
idea de lo interminable de ese descenso. También evocan el vago horror que sentía mi
corazón, precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene luego una
sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos que me
llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado y
descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como un
desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura —la locura de un recuerdo que se afana
entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso
movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la
que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto —una sensación de hormigueo
en todo mi cuerpo—. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró
largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espanto estremecedor y el
esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A esto sucedió un profundo
deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo
por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las
colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de
todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente
recordar.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no
estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé
allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí.
Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los
objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me
horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia
mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba
la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella oscuridad parecía