oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil,
esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición, buscando deducir mi
verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la
impresión de que desde entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un
momento me consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que
leemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera existencia.
Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados
morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la misma noche de mi
proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no se
cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento
había una demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas
de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente
suprimida.
Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un
breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convuls