Test Drive | Page 87

—Estas criptas son enormes —observó Fortunato. —Los Montresors —repliqué— fueron una distinguida y numerosa familia. —He olvidado vuestras armas. —Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón. —¿Y el lema? —Nemo me impune lacessit. —¡Muy bien! —dijo Fortunato. Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo. —¡Mira cómo el salitre va en aumento! —dije—. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos... Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos... —No es nada —dijo Fortunato—. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc. Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí. Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco. —¿No comprendes? —No —repuse. —Entonces no eres de la hermandad. —¿Cómo? —No eres un masón. —¡Oh, sí! —exclamé—. ¡Sí lo soy! —¿Tú, un masón? ¡Imposible! —Un masón —insistí. —Haz un signo —dijo él—. Un signo. —Mira —repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil. —Te estás burlando —exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos—. Pero vamos a ver ese amontillado. —Puesto que lo quieres —dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban. En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido