aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de
camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas
paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa
velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna,
que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se
derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían
en las remotas profundidades del abismo.
»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión.
Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme
un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacia abajo. Tenía una vista completa en esa
dirección dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su
quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano
paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y
cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de
observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil
mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se
debía a la velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo [