abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me
había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.
»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a
reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme
por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa
del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al
cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el
deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la
pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa
todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre
colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco
alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que
ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted
mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del
océano, al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si
nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la
confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos
ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero
ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias... así como los criminales
condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes
de que se pronunciara la sentencia.
»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una
hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca,
lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo
no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a
un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que
era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos
acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en
la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para
proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi
hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto
loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no
importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa,
donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con
bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del
remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco
bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una
plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.
»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más
fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos,
esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de
la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de
caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando
estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje
y otra vez miré lo que me rodeaba.
»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar