más amplia sus negocios y visitar a su numerosa familia. Edgar vivió un tiempo en Irvine
(Escocia) y luego en Londres. De sus recuerdos escolares entre 1816 y 1820 habría de nacer
más tarde el extraño y misterioso escenario inicial de William Wilson. También el folklore
escocés influiría en él. Como previendo el ansia de universalidad que habría de tener algún
día, las circunstancias lo enfrentaban con paisajes, fuerzas, humores distintos. Agradecido,
aunque ya con una sombra de desdén, él no perdió nada. Un día habría de escribir: «El
mundo entero es el escenario que requiere el histrión de la literatura.»
La familia volvió a Estados Unidos en 1820. Edgar, en la plenitud de su infancia,
desembarcaba robustecido y avispado por su larga permanencia en un colegio inglés, donde
los deportes y la rudeza física eran más importantes que en Richmond. Por eso lo vemos
muy pronto capitanear a los camaradas de juego. Salta más alto y más lejos que ellos, y
sabe dar y recibir una paliza según sople el viento. No hay todavía en él signos que lo
distingan de los otros chicos, salvo, quizá, que le gusta dibujar, que le gusta juntar flores y
estudiarlas. Pero lo hace un poco a escondidas y pronto vuelve a los juegos. Protege al
pequeño Bob Sully, lo defiende de los muchachos más grandes, lo ayuda en sus lecciones.
A veces desaparece durante horas, entregado a una tarea misteriosa: escribe secretamente
sus primeros versos, los copia con bella letra, los atesora. Todo esto entre dos rebanadas de
pan con mermelada.
Adolescencia
Hacia 1823 ó 1824, Edgar pone todas las fuerzas de sus quince años en esos versos.
Algunas jovencitas de Richmond habrán de recibirlos, especialmente las alumnas de cierta
elegante escuela; su hermana Rosalie —adoptada por otra familia de Richmond— se
encarga de hacer llegar los mensajes a las agraciadas. Pero el precoz enamorado tiene
tiempo para otras proezas. La enorme influencia de Byron, modelo de todo poeta joven en
esta década, lo inducía a emularlo en todos los terrenos. Ante la estupefacción de
camaradas y profesores, Edgar nadó seis millas contra la corriente del río James y se
convirtió en el efímero héroe de un día. Su salud era entonces excelente, después de una
infancia algo enfermiza; y su cargada herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad,
de talento anormalmente desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la excitabilidad, la
violencia que nace de una debilidad fundamental, lo estimulaban a adelantarse en todos los
caminos y a no tolerar competidores.
En aquellos días conoció a «Helen», su primer amor imposible, su primera aceptación
del destino que habría de signar toda su vida. Decimos aceptación, y será mejor explicarse
desde ahora. «Helen» es la primera mujer —en una larga galería— de quien Edgar Poe
habría de enamorarse sabiendo que era un ideal, sólo un ideal, y enamorándose porque era
ese ideal y no meramente una mujer conquistable. Mrs. Stanard, joven madre de uno de sus
condiscípulos, se le apareció como la personificación de todos los sueños indecisos de la
infancia y las ansiosas vislumbres de la adolescencia. Era hermosa, delicada, de maneras
finísimas. «Helen, tu belleza es para mí como esas remotas barcas niceas que, dulcemente,
sobre un mar perfumado, traían al cansado viajero errabundo de retorno a sus playas
nativas», escribiría de ella un día en uno de sus poemas más misteriosos y admirables. Su
encuentro fue para Edgar el arribo a la madurez. El adolescente que acudía a casa de su
condiscípulo sin otro propósito que el de jugar, fue recibido por la Musa. Esto no es una
exageración. Edgar retrocedió enceguecido frente a una mujer que le daba su mano a besar,
sin comprender lo que ese gesto valía para él. Ignorándolo, «Helen» le exigió que ingresara