nacen de ser «un caballero del Sur», de tener arraigados hábitos mentales y morales
moldeados por la vida virginiana. Otros elementos sureños habrían de influir en su
imaginación: las nodrizas negras, los criados esclavos, un folklore donde los aparecidos, los
relatos sobre cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para
organizarle un repertorio de lo sobrenatural sobre el cual hay un temprano anecdotario.
John Allan, su casi involuntario protector, era un comerciante escocés emigrado a
Richmond, donde tenía en sociedad una empresa dedicada al comercio del tabaco y otras
actividades curiosamente disímiles, pero propias de un tiempo en que los Estados Unidos
eran un inmenso campo de ensayo. Uno de los renglones lo constituía la representación de
revistas británicas, y en las oficinas de Ellis & Allan el niño Edgar se inclinó desde
temprano sobre los magazines trimestrales escoceses e ingleses y trabó relación con un
mundo erudito y pedante, «gótico» y novelesco, crítico y difamatorio donde los restos del
ingenio del siglo XVIII se mezclaban con el romanticismo en plena eclosión, donde las
sombras de Johnson, Addison y Pope cedían lentamente a la fulgurante presencia de Byron,
la poesía de Wordsworth y las novelas y cuentos de terror. Mucho de la tan debatida cultura
de Poe salió de aquellas tempranas lecturas.
Sus protectores no tenían hijos. Frances Allan, primera influencia femenina benéfica en
la vida de Poe, amó desde el comienzo a Edgar, cuya figura, bellísima y vivaz, había sido el
encanto de las admiradoras de la desdichada Mrs. Poe. En cuanto a John Allan, deseoso de
complacer a su esposa, no opuso reparos a la adopción tácita del niño; pero de ahí a
adoptarlo legalmente había un trecho que no quiso franquear jamás. Los primeros biógrafos
de Poe hablaron de egoísmo y dureza de corazón; hoy sabemos que Allan tenía hijos
naturales y que costeaba secretamente su educación. Uno de ellos fue condiscípulo de
Edgar, y Mr. Allan pagaba trimestralmente una doble cuenta de gastos escolares. Aceptó a
Edgar porque era «un espléndido muchacho», y llegó a encariñarse bastante con él. Era un
hombre seco y duro, a quien los años, los reveses y finalmente una gran fortuna volvieron
más y más tiránico. Para desgracia suya y de Edgar, sus naturalezas divergían de la manera
más absoluta. Quince años más tarde habrían de chocar encarnizadamente, y ambos
cometerían faltas tan torpes como imperdonables.
A los cuatro o cinco años, Edgar era un hermoso niño de rizos oscuros, de grandes y
brillantes ojos. Muy pronto aprendió los poemas al gust