constitución; cuando no me quedó hueso sano en el cuerpo, y mis amigos, al encontrarme
en la calle, no se atrevían a asegurar que yo fuera Peter Profitt en persona, se me ocurrió
que lo mejor era cambiar de negocio. Consagré por tanto mi atención al Barrido de las
Aceras y me dediqué al mismo durante varios años.
Lo malo de esta ocupación está en que demasiadas personas se aficionan a ella y la
competencia se vuelve excesiva. Cualquier ignorante que no tiene inteligencia en cantidad
suficiente como para abrirse camino como anunciador callejero, en el Mal de Ojo o en el
Asalto y Agresión, piensa que le irá perfectamente como barredor de aceras. Pero nunca
hubo idea tan errónea como la de creer que para este negocio no hace falta inteligencia. Y,
sobre todo, que en él se puede prescindir del método. Por mi parte sólo lo practicaba al por
menor, pero mis viejos hábitos de sistema me mantenían magníficamente a flote. En primer
lugar elegí con todo cuidado el cruce de calle que me convenía, y jamás arrimé una escoba
a otras aceras que no fueran ésas. Tuve buen cuidado, además, de contar con un excelente
charco de barro a mano, del cual podía proveerme en un instante. Gracias a todo ello llegué
a ser conocido como hombre de confianza; y permítaseme decir que, en los negocios, esto
representa la mitad de la batalla ganada. Jamás persona alguna que me hubiera ofendido
tirándome tan sólo un cobre alcanzó a llegar al otro lado de mi cruce con los pantalones
limpios. Y como mis costumbres comerciales en este sentido eran suficientemente
conocidas, nunca me vi sometido al menor abuso. De haber ocurrido así, no lo habría
tolerado. Puesto que no pretendía imponerme a nadie, no estaba dispuesto a que nadie se
burlara de mí. Claro que no podía impedir los fraudes de los bancos. El cierre de sus
puertas me creaba inconvenientes ruinosos. Pero los bancos no son individuos, sino
sociedades, y las sociedades carecen de cuerpos donde se puedan aplicar puntapiés y de
almas que mandar al demonio.
Estaba ganando dinero en este negocio cuando, en un momento aciago, me dejé tentar e
ingresé en la Salpicadura de Perro, profesión un tanto análoga, pero de ninguna manera tan
respetable. A decir verdad, estaba muy bien instalado en pleno centro y tenía lo necesario
en materia de betún y cepillos. Mi perrito era muy gordo y estaba habituado a todas las
variantes del oficio, pues llevaba en él largo tiempo, y me atrevo a decir que lo comprendía.
Nuestra práctica general era la siguiente: Luego de revolcarse convenientemente en el
barro, Pompeyo se instalaba en la puerta de la tienda hasta ver a un dandy que venía por la
calle con los zapatos relucientes. Se le acercaba entonces y se frotaba una o dos veces
contra él. Como es natural, el dandy juraba abundantemente y luego miraba en torno en
busca de un lustrador de zapatos. Y allí estaba yo, bien a la vista, con betún y cepil