de paso, este sujeto llegó del este con gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o
tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!»
No intentaré describir la indignación del señor Cabezudo ante estas escandalosas
insinuaciones. Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las
plumas de pato sobre las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más
lo ofendía. Lo que lo inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo!
¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien
pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué
punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo, procedente de Ranápolis, demostraría al
señor John Smith que él, Cabezudo, era capaz de redactar, si así le parecía, un suelto
completo... ¡sí, señor, un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una
sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el susodicho
John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los
caprichos de un señor Smith. ¡Que tan vil pensamiento cayera en la nada! ¡Viva la O!
Persistiría en la O. Sería todo lo O-bstinado que pudiera.
Lleno de ardor ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Veleta se limitó a
insertar en La Tetera el siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:
«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (La
Tetera) aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera)
puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera), con objeto de
mostrar (a La Gaceta) el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta)
provocan en el seno independiente (de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?)
(de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal —
emblema de la Eternidad—, tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La
Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La
Gaceta). La Tetera.»
En cumplimiento de tan augusta amenaza, antes nebulosamente insinuada que
claramente enunciada, el gran Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de
«material» y, limitándose a decir a su regente que se fuera al demonio, en momentos en que
éste (el regente) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara en prensa, el gran
Cabezudo, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la noche quemándose las pestañas
hasta el alba, absorto en la composición del incompa &&