examina y declara:
—No me gusta este tabaco. Tómelo y déme en cambio un vaso de coñac.
Bebe el coñac y se encamina a la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:
—Me temo, señor, que se ha olvidado de pagar la bebida.
—¿Pagar la bebida? ¿No le di el tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?
—Pero, señor... no recuerdo que me haya pagado el tabaco.
—¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco,
encima del mostrador? ¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?
—Pero, señor... —dice el tabernero, completamente confundido—. Pero, señor...
—Nada de peros conmigo —interrumpe el timador, aparentemente muy disgustado y
golpeando la puerta al alejarse—. ¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas
triquiñuelas con los viajeros!
El timo siguiente es muy hábil, y la simplicidad no es una de sus menores cualidades.
En ocasión de haberse perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno
de los periódicos de una gran ciudad un aviso lleno de detalles. Nuestro timador copia los
detalles, cambiando el encabezamiento, la fraseología general, y el domicilio. Si, por
ejemplo, el aviso original es largo, verboso y comienza: ¡CARTERA EXTRAVIADA!,
solicitando que la misma sea entregada en el número 1 de la calle Tom, la copia fabricada
por el timador será breve, sólo encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como
domicilio el 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis
periódicos de la localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que
ha perdido la cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la relación
que existe con el suyo. Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades contra una de que la
persona que encontró la cartera se presente a la dirección dada por el timador en vez de
acudir a la del verdadero dueño. Nuestro timador paga la recompensa, embolsa el tesoro y
desaparece.
Un timo análogo es el siguiente: Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo
de brillantes de grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares,
agregando en su aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y afirmando que
la recompensa será pagada en determinado domicilio contra entrega del anillo y sin que se
hagan preguntas.
Un día o dos más tarde, cuando la dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la
campanilla; acude una criada, informando al visitante que la señora ha salido, noticia que
produce en éste el más lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma
importancia y que concierne solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena
suerte de hallar el anillo. De todas maneras, quizá sea mejor que vuelva otro día... «¡De
ninguna manera!», exclama la criada. «¡De ninguna manera!», corean la hermana de la
señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas identifican clamorosamente el anillo,
pagan la recompensa y hacen salir al visitante poco menos que a empujones. La dueña de la
casa regresa y no tarda en manifestar cierto disgusto hacia su hermana y su cuñada por la
sencilla razón de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por un facsímile de su
anillo de brillantes, muy bien he