considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en ofrecerle una recompensa por su
honradez...
—¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted! ¡Usted encontró la cartera!
—En fin, si lo toma usted así... Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para
calmar sus escrúpulos. Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo
tomar tanto...; bastaría con cincuenta...
—¡Fuera la planchada! —repite el capitán.
—Pero no tengo cambio de cien, y me parece que lo mejor...
—¡Suelta ese cabo! —grita el capitán.
—¡No se preocupe usted! —exclama el caballero del muelle, que ha estado revisando
su propia cartera—. ¡Aquí tengo un billete de cincuenta del Banco Norteamericano!
¡Páseme usted la cartera!
Y el superescrupuloso viajero toma el dinero con marcada resistencia y alcanza la
cartera al caballero del muelle, mientras el vapor humea y silba al abandonar el amarradero.
Media hora más tarde se descubre que la «gruesa suma» co