Test Drive | Page 53

instante que pasé delante de los ojos del segundo; no hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y tomé de allí los materiales con que escribo esto y lo que antecede. De tiempo en tiempo seguiré redactando este diario. Cierto que puedo no encontrar oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el último momento encerraré el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar. Un incidente ocurrido me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por la operación de un azar ingobernado? Había subido a cubierta y estaba tendido, sin llamar la atención, en una pila de frenillos y viejas velas depositadas en el fondo de un bote. Mientras pensaba en la singularidad de mi destino iba pintarrajeando inadvertidamente con un pincel lleno de brea los bordes de un ala de trinquete que aparecía cuidadosamente doblada sobre un barril a mi lado. La vela está ahora tendida y los toques irreflexivos del pincel se despliegan formando la palabra «descubrimiento». En este último tiempo he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no me parece que se trate de un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo contradicen una suposición semejante. Puedo percibir fácilmente lo que el barco no es; me temo que no puedo decir lo que es. No sé cómo, pero al escrutar su extraño modelo y su tipo de mástiles, su enorme tamaño y su extraordinario velamen, su proa severamente sencilla y su anticuada popa, por momentos cruza por mi mente una sensación de cosas familiares; y con esa imprecisa sombra de recuerdo se mezcla siempre una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de edades remotas. Estuve mirando el maderamen del navío. Está construido con un material que desconozco. Hay en la madera algo extraño que me da la impresión de que no se aplica al propósito a que ha sido destinada. Aludo a su extrema porosidad, que no tiene nada que ver con los daños causados por los gusanos, lo cual es consecuencia de la navegación en estos mares, y con la podredumbre resultante de su edad. Parecerá quizá que esta observación es excesivamente curiosa, pero dicha madera tendría todas las características del roble español, si el roble español fuera dilatado por medios artificiales. Al leer la frase que antecede viene a mi recuerdo un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés: «Tan seguro es —afirmaba siempre que alguien ponía en duda su veracidad— como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un marino.» Hace unas horas me mostré lo bastante osado como para mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque me hallaba en medio de ellos, no dieron ninguna señal de haber reparado en mi presencia. Al igual que el primero que había visto en la cala, todos mostraban señales de una avanzada edad. Sus rodillas achacosas temblaban, sus hombros se doblaban de decrepitud, su piel arrugada temblaba bajo el viento; hablaban con voces bajas, trémulas, quebradas; en sus ojos brillaba el humor de la vejez y sus grises cabellos se agitaban terriblemente en la tempestad. Alrededor, en toda la cubierta, yacían esparcidos instrumentos matemáticos de la más extraña y anticuada construcción. Mencioné hace algún tiempo que un ala del trinquete había sido izada. Desde ese momento, arrebatado por el viento el navío ha seguido su aterradora carrera hacia el sud, con todo el trapo desplegado desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el más espantoso