instante que pasé delante de los ojos del segundo; no hace mucho que me aventuré en el
camarote privado del capitán y tomé de allí los materiales con que escribo esto y lo que
antecede. De tiempo en tiempo seguiré redactando este diario. Cierto que puedo no
encontrar oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el
último momento encerraré el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar.
Un incidente ocurrido me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas
por la operación de un azar ingobernado? Había subido a cubierta y estaba tendido, sin
llamar la atención, en una pila de frenillos y viejas velas depositadas en el fondo de un bote.
Mientras pensaba en la singularidad de mi destino iba pintarrajeando inadvertidamente con
un pincel lleno de brea los bordes de un ala de trinquete que aparecía cuidadosamente
doblada sobre un barril a mi lado. La vela está ahora tendida y los toques irreflexivos del
pincel se despliegan formando la palabra «descubrimiento».
En este último tiempo he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío.
Aunque bien armado, no me parece que se trate de un barco de guerra. Sus jarcias,
construcción y equipo contradicen una suposición semejante. Puedo percibir fácilmente lo
que el barco no es; me temo que no puedo decir lo que es. No sé cómo, pero al escrutar su
extraño modelo y su tipo de mástiles, su enorme tamaño y su extraordinario velamen, su
proa severamente sencilla y su anticuada popa, por momentos cruza por mi mente una
sensación de cosas familiares; y con esa imprecisa sombra de recuerdo se mezcla siempre
una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de edades remotas.
Estuve mirando el maderamen del navío. Está construido con un material que
desconozco. Hay en la madera algo extraño que me da la impresión de que no se aplica al
propósito a que ha sido destinada. Aludo a su extrema porosidad, que no tiene nada que ver
con los daños causados por los gusanos, lo cual es consecuencia de la navegación en estos
mares, y con la podredumbre resultante de su edad. Parecerá quizá que esta observación es
excesivamente curiosa, pero dicha madera tendría todas las características del roble
español, si el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase que antecede viene a mi recuerdo un extraño dicho de un viejo lobo de
mar holandés: «Tan seguro es —afirmaba siempre que alguien ponía en duda su
veracidad— como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un
marino.»
Hace unas horas me mostré lo bastante osado como para mezclarme con un grupo de
tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque me hallaba en medio de ellos, no
dieron ninguna señal de haber reparado en mi presencia. Al igual que el primero que había
visto en la cala, todos mostraban señales de una avanzada edad. Sus rodillas achacosas
temblaban, sus hombros se doblaban de decrepitud, su piel arrugada temblaba bajo el
viento; hablaban con voces bajas, trémulas, quebradas; en sus ojos brillaba el humor de la
vejez y sus grises cabellos se agitaban terriblemente en la tempestad. Alrededor, en toda la
cubierta, yacían esparcidos instrumentos matemáticos de la más extraña y anticuada
construcción.
Mencioné hace algún tiempo que un ala del trinquete había sido izada. Desde ese
momento, arrebatado por el viento el navío ha seguido su aterradora carrera hacia el sud,
con todo el trapo desplegado desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores,
hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el más espantoso