propios de un navío. Por las abiertas portañolas asomaba una sola hilera de cañones de
bronce, cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de
combate balanceándose en las jarcias. Pero lo que más me llenó de horror y estupefacción
fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en medio de aquel huracán
ingobernable y aquel mar sobrenatural. Cuando lo vimos por primera vez sólo se distinguía
su proa, mientras lentamente se alzaba sobre el tenebroso y horrible golfo de donde venía.
Durante un segundo de inconcebible espanto se mantuvo inmóvil sobre el vertiginoso
pináculo, como si estuviera contemplando su propia sublimidad. Luego tembló, vaciló... y
lo vimos precipitarse sobre nosotros.
No sé qué repentino dominio de mí mismo ganó mi espíritu en aquel instante.
Retrocediendo todo lo posible esperé sin temor la catástrofe que iba a aniquilarnos. Nuestro
barco había renunciado ya a luchar y se estaba hundiendo de proa. El choque de la masa
descendente lo alcanzó, pues, en su estructura ya medio sumergida, y como resultado
inevitable me lanzó con violencia irresistible sobre el cordaje del nuevo buque.
En el momento en que caí, el barco viró de bordo, y supuse que la confusión reinante
me había hecho pasar inadvertido a los ojos de la tripulación. Me abrí camino sin dificultad
hasta la escotilla principal, que se hallaba parcialmente abierta, y no tardé en encontrar una
oportunidad de esconderme en la cala. No podría explicar la razón de mi