cabeza es enorme, contiene sin duda un cerebro considerable. Hace tiempo que lo vengo
notando, y por eso tenía pensado hacer de ti un abogado. Pero la profesión ha perdido su
caballerosidad, y la de político no da para gastos. Creo que no estás desacertado; el negocio
de director de periódico es lo mejor, y, si al mismo tiempo puedes ser un poeta (como lo
son la mayoría de los directores, dicho sea de paso), pues bien, matarás dos pájaros de un
tiro. Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla; tendrás pluma, tinta y
papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo que no pretenderás
nada más.
—¡Sería un ingrato y un villano si tal pretendiera! —repuse entusiasmado—. Tu
generosidad es ilimitada. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un genio!
Terminó así mi confesión con el mejor de los hombres, e inmediatamente me consagré
con todo celo a mis labores poéticas, ya que fundaba en ellas mis principales esperanzas
para elevarme hasta la cátedra de la dirección periodística.
En mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de
Bob» eran más un inconveniente que otra cosa. Su esplendor, en vez de iluminarme me
mareaba. La contemplación de su excelencia tenía, como es natural, que descorazonarme si
la comparaba con mis propios abortos; por lo cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin
nació en mi mente una de esas ideas exquisitamente originales que alguna que otra vez
invaden el cerebro de un hombre de genio. Hela aquí —o, más bien, he aquí la forma en
que la llevé a la práctica—. En una vetusta librería situada en los aledaños de la ciudad
desenterré algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el librero me vendió
por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de una obra llamada
Inferno, de un tal Dante, copié con suma prolijidad un largo pasaje acerca de un individuo
llamado Ugolino, que tenía varios chiquillos. De otro libro, que contenía numerosas obras
de teatro del tiempo viejo, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje del mismo
modo y con idéntico cuidado muchos versos que hablaban de «ángeles», «sacerdotes
bendiciendo la mesa» y «espíritus malignos», y muchos más. De un tercero, que era obra de
un ciego, no sé si griego o indio Choctaw (no se puede pretender que me acuerde en detalle
de cada insignificancia), extraje unos cincuenta versos que empezaban hablando de «la
cólera de Aquiles», de «grasa» y otras cosas. De un cuarto, que, según recuerdo, era
también obra de un ciego, elegí una o dos páginas llenas de «salves» y «santa luz»», y
aunque me pregunto qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de todos modos
aquellos versos eran bastante buenos a su manera.
Luego que hube pasado en limpio los poemas, los firmé a todos «Oppodeldoc» (un
hermoso, sonoro nombre) y, poniéndolos en sendos y bonitos sobres separados, los envié
respectivamente a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación
y pronto pago. Pero el resultado de este bien concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado
tantos disgustos en el futuro) sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a
ciertos directores, y dio el coup de grâce (como dicen en Francia) a mis nacientes
esperanzas (como dicen en la ciudad de los trascendentales)112.
La cuestión es que cada una de las revistas dio un terrible vapuleo a Mr. «Oppodeldoc»
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