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decir verdad, lo poco que quede de ella estará en un estado tan ruinoso y desolado que el patriarca habrá trasladado su residencia a Damasco. ¡Ah, muy bien! Veo que aprovecha usted mi consejo y se dedica a inspeccionar los lugares, satisfaciendo sus ojos con los recuerdos y los monumentos famosos que tanto renombre dan a esta ciudad. Perdóneme usted; me olvidaba de que Shakespeare no florecerá hasta dentro de mil setecientos cincuenta años. Veamos: ¿no justifica la apariencia de Epidafne que la califique de grotesca? —Está bien fortificada, y en este sentido debe tanto a la naturaleza como al arte. —Muy cierto. —Hay una prodigiosa cantidad de majestuosos palacios. —En efecto. —Y los numerosos templos, tan ricos corno magníficos, pueden compararse con los más alabados de la antigüedad. —Lo reconozco. Pero hay también infinidad de cabañas de barro y abominables barracas. No podemos dejar de advertir en las calles la cantidad de inmundicias tiradas en el arroyo, y si no fuera por las continuas humaredas del incienso de los idólatras no hay duda que el hedor resultaría intolerable. ¿Vio usted alguna vez calles tan sofocadamente angostas o edificios tan milagrosamente altos? ¡Qué penumbra arrojan sus sombras sobre la tierra! Por suerte, las oscilantes lámparas de aquellas columnatas permanecen encendidas durante el día; de lo contrario, tendríamos aquí las tinieblas de Egipto en tiempos de su desolación. —¡Ciertamente es un extraño lugar! ¿Qué significa aquel singular edificio? ¡Mírelo! Domina todos los otros y se halla situado al este de lo que creo debe ser el palacio real. —Es el nuevo templo del Sol, a quien se adora en Siria bajo el nombre de Elah Gabalah. Más tarde, un emperador romano harto notorio instituirá su culto en Roma y extraerá de él su propio nombre, Heliogábalo. Pienso que le gustaría a usted echar una ojeada a la divinidad del templo. No necesita mirar hacia el cielo: el Sol no está allí, por lo menos el Sol que adoran los sirios. La deidad reposa en el interior de aquel edificio. Se lo adora bajo la forma de una ancha columna de piedra rematada por un cono o pirámide — que denota el Fuego. —¡Escuche! ¡Mire! ¿Quiénes son esos ridículos seres semidesnudos, pintarrajeado el rostro, que gritan y gesticulan dirigiéndose a la chusma? —Unos pocos son saltimbanquis. Otros pertenecen a la clase de los filósofos. Pero la mayoría —justamente aquellos que están apaleando a la muchedumbre— son los principales cortesanos de palacio, que ejecutan, como es su deber, alguna loable extravagancia ordenada por el rey. —Pero, ¿qué es eso? ¡Cielos, la ciudad está infestada de bestias salvajes! ¡Qué espectáculo terrible... qué peligrosa singularidad! —Terrible, si usted quiere; pero nada peligrosa. Si mira atentamente, verá que cada uno de esos animales sigue tranquilamente a su amo. Algunos van con una cuerda al cuello, pero se trata de las especies más pequeñas o tímidas. El león, el tigre y el leopardo se mueven con entera libertad. Han sido adiestrados para sus actuales funciones, y sirven a sus respectivos dueños de valets de chambre. A veces, claro está, la naturaleza reivindica sus violadas leyes; pero que un guerrero sea devorado, o que un toro sagrado aparezca muerto,