la extraña apariencia del mar. Operábase en éste una rápida transformación, y el agua
parecía más transparente que de costumbre. Aunque me era posible distinguir muy bien el
fondo, lancé la sonda y descubrí que había quince brazas. El aire se había vuelto
intolerablemente cálido y se cargaba de exhalaciones en espiral semejantes a las que brotan
del hierro al rojo. A medida que caía la noche cesó la más ligera brisa y hubiera sido
imposible concebir calma más absoluta. La llama de una bujía colocada en la popa no
oscilaba en lo más mínimo, y un cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que fuera
posible advertir la menor vibración. Empero, como el capitán manifestara que no veía
ninguna indicación de peligro pero que estábamos derivando hacia la costa, mandó arriar
las velas y echar el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, formada
principalmente por malayos, se tendió sobre el puente a descansar. En cuanto a mí, bajé a la
cámara, apremiado por un penoso presentimiento de desgracia. Todas las apariencias me
hacían ver la inminencia de un huracán. Transmití mis temores al capitán, pero no prestó
atención a mis palabras y se marchó sin haberse dignado contestarme. Mi inquietud, sin
embargo, no me dejaba dormir, y hacia media noche subí a cubierta. Cuando apoyaba el pie
en el último peldaño de la escala de toldilla, me sorprendió un fuerte rumor semejante al
zumbido que podría producir una rueda de molino girando rápidamente y, antes de que
pudiera asegurarme de su significado, sentí que el barco vibraba. Un instante después un
mar de espuma nos caía de través y, pasando sobre el puente, barría la cubierta de proa a
popa.
La excesiva violencia de la ráfaga significó en gran medida la salvación del navío.
Aunque totalmente sumergido, como todos sus mástiles habían volado por la borda, surgió
lentamente a la superficie al cabo de un minuto y, vacilando unos instantes bajo la terrible
presión de la tempestad, acabó por enderezarse.
Imposible me sería decir por qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el
choque del agua volvía en mí para encontrarme encajado entre el codaste y el gobernalle.
Me puse de pie con gran dificultad y, mirando en torno presa de vértigo, se me ocurrió que
habíamos chocado contra los arrecifes, tan terrible e inimaginable era el remolino que
formaban las montañas de agua y espuma en que estábamos sumidos. Un momento después
oí la voz de un viejo sueco que se había embarcado con nosotros en el momento en que el
buque se hacía a la mar. Lo llamé con todas mis fuerzas y vino tambaleándose. No
tardamos en descubrir que éramos los únicos supervivientes de la catástrofe. Todo lo que se
hallaba en el puente había sido barrido por las olas; el capitán y los oficiales debían haber
muerto mientras dormían, ya que los camarotes estaban completamente inundados. Sin
ayuda, poco era lo que podíamos hacer, y nos sentimos paralizados por la idea de que no
tardaríamos en zozobrar. Como se supondrá, el cable del ancla se había roto como un
bramante al primer embate del huracán, ya que de no ser así nos habríamos hundido en un
instante. Corríamos a espantosa velocidad, y las olas rompían sobre cubierta. El maderamen
de popa estaba muy destrozado y todo el navío presentaba gravísimas averías; empero,
vimos con alborozo que las bombas no se habían atascado y que el lastre no parecía haberse
desplazado. Ya la primera furia de la ráfaga estaba amainando y no corríamos mucho
peligro por causa del viento; pero nos aterraba la idea de que cesara completamente,
sabedores de que naufragaríamos en el agitado oleaje que seguiría de inmediato. Este
legítimo temor no se vio, sin embargo, verificado. Durante cinco días y cinco noches —
durante los cuales nos alimentamos con una pe