Pero ella salió corriendo escaleras abajo sin escucharme, y entonces miré al pequeño
forastero francés. ¡Condenación, que me cuelguen si su maldita mano, pequeña como era,
no estaba perfectamente instalada dentro de la mía!
Y que vuelvan a colgarme si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al
ver la cara del pobre diablo cuando se dio cuenta de que lo que había tenido todo el tiempo
en la mano no era la de la viuda, sino la de Sir Patrick O’Grandison. ¡Ni el mismo demonio
contempló nunca una cara tan larga como aquélla! En cuanto a Sir Patrick O’Grandison,
Baronet, no es hombre de preocuparse por una equivocación tan insignificante. Baste con
decir que antes de soltar la mano del condenado Mosiú (y esto sólo ocurrió después que el
lacayo de la viuda nos hubo echado a puntapiés escaleras abajo) le di un apretón tan grande
que se la dejé convertida en jalea de frambuesa.
—Woully wou —dijo él—. Parley wou—agregó—. ¡Maldición!
Y por eso es que ahora anda con la mano izquierda en cabestrillo.