que uno de los presentes evidenciaba síntomas de un interés más que común. Este
caballero, al que llamaré Hermann, era muy original en todo sentido —salvo, quizá, en el
hecho muy general de ser un perfecto tonto—. Había llegado a gozar en cierto sector de la
universidad de gran reputación como profundo pensador metafísico y, según creo, como
discurridor lógico. Asimismo disfrutaba de gran renombre como duelista, aun en G...n; he
olvidado el número exacto de víctimas que habían sucumbido a sus manos, pero eran
varias. No cabe dudar de que era hombre valiente, pero su orgullo se fundaba
principalmente en el minucioso conocimiento de la etiqueta del duelo y la exquisitez de su
sentido del honor. Estas cosas constituían una manía que habría de acompañarlo hasta su
muerte. Para Ritzner, siempre a la búsqueda de lo grotesco, aquellas peculiaridades le
habían ofrecido ya amplio campo para sus bromas. Y aunque yo lo ignoraba, no tardé en
darme cuenta esta vez de que mi amigo se traía entre manos alguna de las suyas, y que
Hermann era el destinatario.
A medida que el barón adelantaba en su discurso —o más bien monólogo— advertí que
la excitación de su auditor iba en aumento. Por fin intervino, objetando un punto sobre el
cual Ritzner insistía entusiastamente, y dio